22/2/11

La urbanización tiene pocas zonas verdes. Pero eso no lo supimos aquella mañana de finales de verano de 2004 cuando ambos apoyamos las palmas de las manos en el metacrilato que protegía la maqueta con todos aquellos árboles e incluso con unas pequeñas figuras a escala que representaban familias que salían a montar en bicicleta. Recuerdo ahora (como un eco falso que proviniera de algún intersticio de la memoria) el material azulado y transparente con el que representaron la piscina y cómo en aquel momento hubiese dado lo que fuera por tocarlo y saber si su textura era gomosa hasta el punto de que mi dedo se hundiera o si sería duro, vítreo y ligeramente esmerilado hasta el límite de helarme la yema del dedo. Todas estas consideraciones parecen ahora prehistóricas. La realidad se encargó de que el conjunto arquitectónico no se pareciera en nada a aquella metáfora idealizada. Solo las familias que montan en bicicleta, uniformadas de gran cadena de distribución de ropa deportiva, permanecen y elevan al conjunto a la categoría de consecuencia orgánica, la constancia de que todo aquello tenía un fin: ser el escenario difuso de muchas vidas.
Cuando vuelvo a casa por la noche siempre imagino que el mar está al final de la urbanización, un poco más allá de las oficinas acristaladas de la clínica de reproducción asistida. Las noches en las que el cielo está rojo o anaranjado y que hay pesadas nubes bajas que lo transitan a gran velocidad, pienso que estoy en Escocia o en el muelle de una gran ciudad asiática, que estoy solo, aquejado de una decepción amorosa que me obliga a fumar mucho y a contemplar el mar. Cuando es verano, cuando las noches son más suaves e incluso se percibe el perfume coral de las cenas preparadas en las mesas de las terrazas, me imagino avanzando por el malecón de La Habana. Camino con las manos en los bolsillos; llevo un pantalón de algodón de color suave. Me gusta la indolencia de esa imagen: el calor, la ausencia de prisa o destino, la versatilidad de mis pensamientos que no se empeñan en rodearme o sacar conclusiones. Creo que los arquitectos que diseñaron mi casa no fueron conscientes de esto. Nadie les avisó del peligro de que algún vecino escribiese sus sensaciones a partir del espacio ideado. El urbanismo contemporáneo se basa en la eficacia, como el chiste de los cuatro elefantes en un 600 que no me cansaba de contar cuando era pequeño.
La urbanización tiene sus propios sonidos, su colección de resonancias automáticas y señales en clave que algunos vecinos nos paramos a analizar. Eso tampoco nos lo dijo la amable azafata que nos sonrió tanto aquella tarde de 2004 detrás de su mesa desangelada del piso piloto. A nadie le interesan estas cosas. Ningún constructor se obsesiona por los detalles que condicionarán la felicidad de sus clientes; para ellos solo somos las figuritas estáticas que adornan la maqueta; en mi caso ese hombre del jersei verde que saludaba desde lejos a su hija en la piscina de la textura fantasma.

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