9/2/11

La primera vez que te cogí en brazos llevaba un protector de plástico verde y un gorro a juego en la cabeza. Parecía un panadero de otro planeta. Parecía un idiota. Y luego estaba lo de la sonrisa que sale en la foto y que no pude remediar, porque no estaba posando, no esperaba una cámara al otro lado de las pesadas puertas del quirófano. Mi sonrisa puede que sea la más pura que haya tenido nunca. Te llevaba en brazos. Tus tres kilos doscientos gramos. Tu piel enrojecida. Tus ojos achinados. Tus manos que apenas movías y que me recordaban al movimiento de las patas de un cangrejo. Tus dedos se empezaban a acostumbrar a esta atmósfera, quizá intuyendo que el proceso sería largo, indefinido, extraño. La primera vez pasó todo eso. Me gustaría ofrecerte una versión más oficial: horas exactas, cifras, descripciones notariales acerca del color de las paredes o del número de personas que te esperaban para cogerte en brazos. La primera que lo hizo fue mi madre. Duraste poco en mis manos. El juguete de carne voló y me dejó vacío y a expensas de mi exaltación. La invención de la soledad, debía ser eso, como aquella novela de Auster que leí hace veinte años. Descubrir que esa sensación es simplemente física, sanguínea, animal: un calor que deja de serlo, una presencia que se escurre de las manos y se convierte en sombra alargada que se acaba perdiendo.
Nueve años después resulta que es hoy. Creo que mis manos siguen abiertas esperando. El tiempo me ha rodeado, traspasado, adelantado y consumido a su gusto. A cambio me ha dejado jugar a las estatuas. Sigo clavado a las puertas de ese quirófano esperando que alguien me devuelva tu cuerpo recién nacido. Es difícil pensar que ahora ya le perteneces al mismo río que nos posee a todos. Creces. Cada vez que me cruzo contigo por el pasillo eres mayor. Por mucho que te observe comiendo o cuando te quedas fija viendo la tele con tu cara de no pertenecer al mismo mundo que el mío, no consigo que al menos una imagen se pare y se meta en mi bolsillo para demostrarme que por fin tendré a mi disposición una certeza: mira, esta es Alba, conseguí sacarla del río, ya ningún horror irá con ella.
Esta noche, cuando soples tu tarta, estaré cerca. No quiero ser el que saque la foto. Quiero ser yo la cámara y el monstruo afable que intente guardar la compostura temblando y no lanzarse a tu cara y comerte a besos como si te fuera a perder mañana, como si dentro de unas horas tuviera que dejarte o no verte o sufrir la condena de que se fueran construyendo paredes a nuestro alrededor o lluvia de flechas o espadas que cayeran de noche del cielo y no pudiera disfrutar de tu mirada cuando nos cruzáramos o de tu risa cuando a ojos de los demás pareciera que no pasa nada. Cuando las velas se hayan apagado haré como que rezo, sin que se me note, por un mundo pequeño e infinito a tu lado.

1 comentario :

Anónimo dijo...

Es una auténtica maravilla. Me he quedado sin palabras y con cara de haba...