15/2/11

Hoy he comprado dos almohadas nuevas. Me sentí cohibido en la tienda. No sabía explicar cómo las quería, quizá porque me daba igual cómo fueran. Mullidas, le dije sin pensar al dependiente, sin calibrar su reacción de después o que se hiciera una idea equivocada de mí, que me dijera en palabras invisibles: eres imbécil, todas lo son. En las tiendas procuro corresponder a la simpatía comercial del que me atiende, me meto en su barca y hago que remo. Pero hay días que no puedo y me sale una representación huraña y telegráfica que traza una gruesa línea entre sus intenciones y las mías. Al final compré las mullidas y salí de la tienda. Fuera llovía. Me quedé un momento mirando las voluminosas tripas del cielo y fumando despacio. En el coche volví imaginando cómo serían mis sueños de ahora en adelante, pensando qué pasaría con los que había tenido sobre la almohada vieja con sus islas amarillentas de sudor en las que muchas veces me quedé aislado, esperando que avanzara la noche y me devolviera una visión, una constancia de navegante pueril que quiere regresar a casa. Ahora escribo esto sabiendo que la almohada nueva estará esperándome en la cama como una vestal incómoda, como un reo que no quiere últimas voluntades ni sacerdotes que le acompañen en el trance. Cuando pose la cabeza y apague la luz, ¿qué pasará? ¿proseguirán mis pesadillas en el mismo sitio que las dejé ayer? ¿se sentirán incómodas con las microfibras transpirables de las que me hablaron en la tienda, discurso que no atendí y me aturdió mientras permanecía varado y estático en medio de mis cosas? Me cuesta trabajo adivinarlo y creo que a estas alturas me parece irrelevante y me avergüenza pasar por un peter pan reblandecido que se asusta de las sombras de su habitación. Ahora soy yo el que me debería decir con palabras invisibles: eres imbécil, solo es una almohada, nada va a cambiar nada. Aun sabiéndolo, aun aceptando mi ridícula reflexión, siento un extraño temor que no sé de dónde sale. Creo que cuesta trabajo desprenderse de lo que nos ha acompañado durante un tiempo. Solo es eso. El embellecimiento, el afán decorativo de todo lo que lo acompaña es fanfarria. Cuanto más ruido hacemos cuando pasan las cosas, menos miedo sentimos. Una almohada, una persona, una ciudad, uno mismo en el acto de cambiar de piel, de aire, de zapatos; hasta de las bombillas fundidas extraemos nostalgia. Algo se va y algo llega. La literatura es un muro para no chocar con los cambios. Piedras conmemorativas, letreros que dicen: fue aquí, aquí pasó.

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