14/2/11

Hoy al entrar aquí he tenido la sensación de entrar en una habitación que ha estado cerrada mucho tiempo. No hablo de un salón amplio de casa antigua en el que los muebles e incluso el piano de media cola permanecían tapados con sábanas cuando la familia se iba en verano a la casa de Biarritz. Después de una discusión (o de hablar de discusiones) parece que todo se quede pegajoso, incierto, con bolsas y grumos detestables escondidos en la superficie que pisamos o en la propia atmósfera que lo envuelve todo. Eso es lo que ha pasado y eso supongo es lo que sentí al entrar, al abrir de nuevo la puerta para ver cómo se encontraba lo que ayer dejé pegado y ordenado por mi voluntad de escribirlo o por la propia voluntad de las palabras que tienden a solidificar a su antojo. Ayer conté en términos abstractos (porque así entiendo que lo fueron y así me lo pidió a tirones de manga mi pudor mientras lo hacía) mis sensaciones después de una discusión familiar. Creo que me quedé en el aire, en ese limbo cómodo en el que las palabras pueden bailar sin que nadie les diga nada. Mi cobardía se quedó contenta. A veces el ejercicio de contar encierra supuestas ventajas, algunas medicinales, la mayoría infantiles. Por eso hoy me siento como cuando de niño me escondía detrás de los abrigos del perchero de la entrada sin pensar que sería descubierto fácilmente, sin suponer que mis piernas asomaban por debajo y que mi madre me encontraría enseguida. Escribir es un juego de ocultación. Detrás del estilo están las intenciones. Detrás de ellas está el que escribe: sin más parapetos y armado con su ridículo espejo cóncavo para interpretar la realidad.
La estancia olía esta mañana como la casa de mi abuela cuando era verano o en esos días después de su muerte y antes de que llegaran los de la mudanza y empezaran a correr muebles y enrollar alfombras, antes de que las lámparas fueran descolgadas y los espejos transportados con gran cuidado a otro lugar que ahora desconozco. El niño que asistió a esa mudanza es el mismo que hoy se lamenta de su torpeza. ¿Para qué sirve mi empeño? ¿A dónde creo que me conducirá este río? Me he construido un palacio a medida. En él hay un laberinto de puertas por las que aparezco y desaparezco. A veces encuentro a otros que se me parecen o que han descubierto alguna ventaja en esta construcción. Otros que se animan a perderse y a encontrarse. A veces (hoy seguro que es uno de esos días) siento que debo sentarme a tomar aire, a pensar de dónde vengo y cuántas vueltas en círculo he dado para llegar aquí. También aprovecharé para examinar mi parte de culpa. Me gustaría vaciar el corazón como el que vacía un cenicero en el cubo de basura y luego regresa silbando y lo deposita en la mesa baja y ya nada le hará pensar en la suciedad de antes. Quiero silbar. Necesito volver, crecer, enfrentarme y conseguir que mis raíces se hundan más en lo profundo hasta que encuentren el alimento exacto que busco.

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