27/2/11

Estábamos patinando y vimos un plástico en la azotea de enfrente. Se movía como una bandera que hubiese dejado de creer en sí misma, incapaz de representar a ninguna patria. Nos hizo parar y levantar la vista hacia arriba, quizá para inspeccionar sus evoluciones o como los que esperan en una acera que alguien se deje caer al vacío: con espanto y una alegría difícil de confesar, la de no ser nosotros, no ser yo el que está allí dudando si dejarse vencer por la gravedad y acabar. Pero los plásticos no se suicidan. No hacen nada, como mucho reflejar el sol, jugar a cuerpos extraños que se bambolean, que se dejan zarandear por las circunstancias. Alba se puso delante. Iba con el casco y los patines en línea. Levantó una mano e hizo visera con ella para verlo. Mireia estaba detrás con su patinete rosa y sin casco. El último era yo, con otro patín, blanco, suave, de ruedas anchas que hacen que cualquier suelo parezca cremoso y amortiguado, que me ayudan a pensarme como un ser ligero y tan joven que casi no tiene memoria de sus actos o de que existiera un día llamado ayer. Entre nosotros se colaba el viento. Un espectador más. El insidioso. El que comenta la jugada con chistes esperados y haciendo que nuestras manos buscasen refugio en algún bolsillo. Es extraño ver un plástico en lo alto de un edificio y preguntarse qué haría allí, qué función cumpliría, ¿sería una señal? ¿su misión se reduciría a hacernos pensar en alguna pequeña verdad escondida? La belleza es un ideal romántico que vive preso en un museo. La belleza le pertenece a algún banco. Nosotros nos conformamos con los accidentes que nos salen al camino. Nadie (ninguno de esos bancos) imprimiría en una tarjeta: plástico en azotea, 2011, anónimo. Por eso estábamos allí, clavados, fuera del poder del mundo, entregados a la contemplación gratuita. Un padre con sus dos hijas fuera de horario lectivo pero asistiendo a una clase de estética mundana. Los domingos vienen con regalos raros. Son familiares inoportunos que de repente posan el dedo en el timbre y hacen que contengamos la respiración.
Después seguimos patinando. Mireia quiso jugar al escondite. De vez en cuando preguntábamos por el plástico y nos deteníamos en el mismo sitio para averiguar si el milagro persistía. Pero alguien debió retirarlo. Quizá el dueño de la casa salió alertado por el ruido. Quizá simplemente salió volando hacia otro lugar. En su vacío se colocó otro trozo de cielo aun más intenso que los otros. Quizá así el orden natural quiso reestablecer la normalidad y poner punto y final a una alucinación, a un error, a una tontería que por un momento alteró el equilibrio de las esferas de nuestro mundo de juguete.

No hay comentarios :