16/2/11

Desperté de golpe, inquieto. Los números luminosos decían 07:54 y el cielo (o lo que se supone que estaba tras el tamizado blanco del estor) llegaba a mis ojos como la broma de un miniaturista bajo de ánimos que le pone demasiada agua a su acuarela haciendo que los contornos se desdibujen y que la escena en general parezca llorosa. Lo primero que hice después fue recordar que la almohada sobre la que se apoyaba mi cabeza era nueva y que ayer antes de acostarme escribí sobre eso. Pensé en una cantidad indeterminada de palabras metidas en una bolsa de papel de estraza. Deseé infantilmente que se hubieran convertido en cerezas en el transcurso de la noche. Ahora solo habría que levantarse y abrir la boca. Esta operación se podría realizar en cualquier continente: en un barrio de Rosario, la casa en la que vive la señora mejicana que me lee con demasiado cariño, Uzbekistán, el filólogo poeta que vive en Alemania y que seguro que agradecería el sabor de esa fruta en su boca mientras retira a paladas la nieve de su jardín. Palabras y mi deseo de que fueran otra cosa más alimenticia, estimulante o que se elevasen a la categoría de vitaminas que tienen ciertas letras afortunadas. Despertarse y comprobar que no ha pasado nada, que ni mis sueños ni yo hemos percibido cambios ha sido decepcionante. Tanto que no puedo hacer otra cosa que volver a escribir sobre el asunto. La imagen podría ser la siguiente: un ebanista se despierta y, cuando entra en su taller, descubre que la mesa isabelina que barnizó ayer ha perdido brillo; se agacha para tener una visión en escorzo del tablero, sus yemas viajan por la madera como esas avionetas antiguas que planeaban sobre campos de trigo; después se levanta y se rasca el mentón intentando averiguar qué ha pasado. Ahora mismo soy ese ebanista incrédulo. ¿Qué pasó con mis premoniciones acerca de las nuevas expectativas de mi vida onírica? ¿En qué se ha quedado todo? Después de ducharme volví a tocar la almohada. La palma de mi mano se hundió unos instantes. Miré mis dedos abiertos y sentí su voluntad de jueces de lo que había pasado. Pero no encontraron nada. No hubo crimen ni cambios ni testigos ni fuegos de artificio que abrieran una época nueva. Mis sueños siguen siendo los mismos, supongo, porque tampoco los recuerdo desde hace ya tiempo. Quizá los cambié por palabras o ellas mismas se los comieron poco a poco sin que me diera cuenta. Despertar es el acto más violento de la vida. Pasar de ser un organismo a una persona. Y recordar y reconstruir en décimas de segundo quién es ese que despierta dentro de nosotros: ponerle voz, tics, tono, mirada, bajezas, acarrear sus recuerdos inmediatos de lo que hizo el día anterior, lo que dijo y escribió, las veces que se rascó el mentón observando el tablero en el que va depositando su vida a capas.
Pero la almohada, cuando retiré al fin la mano y recuperó su fisonomía, siguió sin decir nada.

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