11/2/11

Comparto con mi padre el gusto por los bazares de aparatos electrónicos. En los años setenta había pocos. Recuerdo uno en la calle Arenal, unas galerías de aspecto soviético, mal iluminadas y con ese tacto lúgubre que tienen algunos sueños a los que volvemos una y otra vez con terquedad. Algunos sábados iba con él a pasear por aquellas tiendas. Había relojes digitales Seiko y calculadoras Texas Instruments de gran grosor y con unos dígitos que ahora quisiera tener delante y que su luz hiciera de agujero del tiempo por el que regresar. Me gustaba que mis ojos viajasen por los radio-cassettes apilados en los estantes: plateados, enormes; algunos incluso tenían etiquetas que garantizaban su estereofonía. Cada época tiene sus palabras. Luego mueren. La literatura es el único cementerio de palabras que conozco. Los aparatos que había en El Rastro eran otra cosa. Los gitanos llenaban sus mesas plegables con transistores de segunda mano y otros cacharros dudosos que exponían al sol de los domingos. Un día mi padre me compró uno, mi primera radio. El viaje de vuelta a casa lo hice con la oreja pegada a ese trasto. Tenía ocho años, nueve, no creo que más. A mi madre no le hacía gracia que me acostara escuchando la radio y solo me la dejaba los sábados para escuchar un programa de parapsicología y fenómenos UFO que duraba hasta la madrugada.
Aunque hayan pasado tantos años sigo parándome en los escaparates de todos los bazares de baratijas electrónicas. El Congress, el Gran Oriente, el Bazar Imperial. Admiro sus señalizadores de precio hechos a mano con cartulinas fluorescentes en forma de estrella y su política de ofertas basada en que el dependiente te mire fijamente a los ojos para tirar de ese hilo codicioso que todos llevamos asomando en la mirada. Puede que la vida sea un kilométrico y tedioso master en deseos, un aprendizaje intrascendente que nos lleva con la lengua fuera durante casi todo el camino. Queremos cosas. Tocamos cosas que deseamos poseer sin demasiado motivo, pero nuestra naturaleza de polillas gigantes no puede evitar acercarse a la luz.
En mis visitas a estas tiendas casi nunca compro nada, pero no puedo resistirme a que mis manos se posen, agarren, comprueben y busquen la electricidad del deseo. Mi padre también sigue haciéndolo. Él si que sigue comprando, contra el deseo de mi madre, aparatos que no necesita: despertadores que no despiertan a nadie, radios que alcanzan cualquier frecuencia mundial, punteros láser, relojes malos. Cuando mi padre muera tendré que enfrentarme con muchas cajas llenas de cosas así, una herencia prescindible que seguro que me desgarra por dentro como el hijo de un rey maya cuando entrase en la cámara mortuoria de su padre y descubriese la futilidad de sus tesoros. Nada de lo que toque me lo devolverá a él ni a esos sábados de su mano por las galerías estereofónicas de los sueños.

No hay comentarios :