23/2/11

Al verla pensé: si me la compro nunca envejeceré. Podía haber elegido otra, cualquier copia asiática del modelo Fender TeleCaster, una guitarra que vista de lejos y apoyada en su pie (quizá desde el sillón en el que me siento por las noches para hacer balance del día ante imágenes que en su mayoría me son ajenas) me reconfortaría como esos trofeos de caza que se exhiben en las casas de campo inglesas. Pero mis ojos se fueron a ese clavijero en forma de punta de flecha que quizá me quería indicar un camino invisible que debía seguir. Si compro esa nunca moriré. Las cosas en mi cabeza funcionan así. Firmo pactos conmigo mismo sentado a una mesa plegable en medio de la nada. Mi parte irracional abre el tintero, cuadra los papeles y silba como esos funcionarios de otra época que sabían abrir su estilográfica en el aire haciendo un arabesco inútil que no les sorprendía ni a ellos mismos. Salí de la tienda con una Jackson JS22R terminada en un blanco tan hipnótico como las desoladas costas antárticas de la Princesa Astrid. Un hombre de mediana edad entra a una tienda de guitarras y el que sale es una réplica asiática del cantante de Metallica. Es verdad lo que dicen: el consumo nos redime.
Al llegar a casa la enchufé. Hacía muchos años que no tocaba una eléctrica. Desde aquel día que tiré la que todavía conservaba de los veinte años, esa que me regaló mi padre y que me acompañó en diferentes casas y ciudades, siempre en su caja negra, sin decir nada o asintiendo con su sola presencia los cambios y las cosas que iban pasando. Porque los objetos se comportan así: mascotas inorgánicas que no piden nada, solo el tacto ocasional o la complicidad de un buen rato para después volver a su esquina, a su cajón, a su estante alejado de la inmediatez del tiempo. Decía que al llegar la conecté. Giré bonotes. Afiné. Comprobé la forma en que se rompía el silencio como el velo de una novia histérica y cómo la normalidad se iba disfrazando de eso otro que ya no recordaba. Lo demás vino por su propio pie: mis dedos ascendiendo escalas, la reverberación de unos sonidos amables que hablaban de otros días, amigos que ya no veo, reflejos de ámbar creados por la luz de septiembre al colarse dentro de una botella de cerveza vacía, el calor de un tono que persiste, que se sostiene y se extiende en mi oído con sus pisadas de elefante y que me vuelve a contar la historia del que soy: un niño, un temblor, una sombra que estallaba sin motivo, una alegría fabricada a mano y sin muchas garantías, una mano que se posaba en un mástil, do, un cambio, estar solo colgado de una rama y sentirse bien, casi tan libre como aquellos otros que me miraban desde sus portadas de los discos y me insinuaban que el camino era correcto: sigue, toca, camina, vas bien. Ya nunca envejeceré. Me lo ha dicho un clavijero puntiagudo, una flecha fabricada en China para desafiar la exactitud del horizonte.

1 comentario :

Anónimo dijo...

Clapton is God. Luis is good.