4/1/11

Otra vez la normalidad, aunque no estuvo mal deslizarse por los pasillos del Charles De Gaulle y observar de cerca cosas que no necesito o que nunca compraré: un vino de trescientos euros o ese reloj con piedras preciosas en la esfera para el que creo que mi vida nunca estará preparada. Prefiero la Francia de Perec, aunque esa no se vende en los aeropuertos. Y ahora otra vez los viejos zapatos de los días laborables, sus arrugas familiares y la testarudez de sus chinas que me recuerdan que el placer de existir va unido a las demás molestias. Me gusta volver a casa. Hasta creo que los viajes se inventaron para recordarnos lo que tenemos: nuestros objetos de dudoso valor, nuestras luces de la entrada y esos ruidos que nos tranquilizan al atravesar una habitación. Cuando las ruedas de la maleta dejan de girar comprendemos que las aventuras interiores también necesitan un descanso de vez en cuando. Nunca me ha apasionado viajar. Odio el turismo y la mercadotecnia del ocio programado, pero viene bien salir y dejar a las preocupaciones pelando patatas en un taburete de la cocina. Lo bueno es que las sombras no caben en el equipaje por mucho que se plieguen ellas mismas para no perderse nada. Al llegar nos esperan en la misma posición que antes pero quizá hay algo que haya cambiado, algún truco nuevo, alguna banalidad que nos permita tomar aire y decir qué bien se está en la superficie del mundo y no sumergido en la pasta negra que fabricamos a diario. En el icono del calendario que hay en la parte inferior de la pantalla del ordenador hay un número cuatro. Me gusta. No por el hecho rimbombante de que sea un año nuevo sino porque es un mes que empieza. Prefiero las medidas cortas, son más manejables. Cuando leo o escucho los deseos de feliz año que llegan de todas partes siento una responsabilidad tremenda. Resulta un ejercicio de inconsciencia desear 365 días de felicidad, es un imposible que no se cansan de repetir hasta las marcas de galletas rellenas; ¿de qué me vale eso? ¿para qué lo quiero? ¿y si estuviera más cómodo con un año realista lleno de tropiezos, rampas y sorpresas que nadie se atrevería a envolver en papel de regalo?
Creo que los efectos del viaje se me están pasando y vuelvo a ser el que soy: mi cárcel sigue intacta. Pero queda París (como en la película, como en los tópicos) y los caprichosos techos de un aeropuerto en el que jugué sin mucho éxito a ser otro.

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