11/1/11

Me dejo caer, dejo que mi cuerpo acostumbrado a la leve inclinación de la calle que bajo me gobierne por encima de mis consideraciones o de las ganas de pararse a mirar un tejado o los recortes que hace la luz metálica de enero en las cosas y las personas que me cruzo. La desconexión física, este dejar hacer a las piernas o al sentido común, esta inercia educada que me conduce a mis obligaciones contrasta con el empeño excursionista de mi cabeza que se pararía en cada risco imaginario a tomar su merienda. Si sólo es luz, le digo, quizá la misma de otros días y otros eneros en los que no pasaste por aquí. Ya, por eso, contesto, no puedo dar fe de lo que no he visto. Y prosigo alucinado y después pienso en una persona que dice alucinado sin miedo a parecer un adolescente pasado de moda que se escapó de un anuncio. Elegir las palabras requiere el mismo cuidado de unas manos que sacan del aparador una sopera que perteneció a la bisabuela. Existe el rictus y la ceremonia, la respiración contenida y el inevitable qué dirán los que me vean. Pero tanto cuidado también demuestra debilidad y ganas de complacer. Pero, ¿a quién?, ¿para quién me dejo caer y luego lo escribo si todo sería más fácil sin descifrar, sin que el instrumental oxidado de mi quirófano tuviera que tintinear cuando lo extiendo junto al aparato en el que escribo? Debería darle carta blanca a mis movimientos, decirles que gozaran de su autonomía y que aprovechen los restos de juventud que queden en sus rótulas, ligamentos y todas esas interioridades que desconozco. Es muy sencillo. Solo hay que elegir una calle en cuesta y dejarse caer como lo haría Fernando Pessoa. Estoy en Lisboa. En un tiempo tan antiguo que mi piel se retuerce bajo los vaivenes de una marea de escalofríos. Soy un heterónimo del portugués bajando una pequeña calle del centro de Madrid. Y mi desconsuelo no para de tirarme de la manga para que tome una u otra bocacalle con la esperanza de que allí encuentre algo. Le digo que no busco, se lo digo en una voz tan baja que hasta los adoquines se tienen que incorporar para detectar mi susurro.
Soy un rehén del tiempo que camina despacio. La próxima vez que haga este camino intentaré darle menos importancia. Pensaré que enero tiene sus propias plantas de fabricación de luz fría en algún lejano descampado y aparentaré que nada de lo que haga va conmigo.

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