17/1/11

La niebla y su dúo cómico con la melancolía. Otra vez las paredes de la ciudad están llenas de carteles que anuncian su actuación. En la foto, la melancolía mira hacia otro lado (cómo no) mientras que la niebla persiste en su desvaimiento, en su despiadada tibieza de la que son conscientes los pasajeros de mi tren e incluso las señales de tráfico ferroviario en las que nadie repara y que acaban siendo un código encriptado del camino, como esas preguntas sin respuesta que van saliendo en la vida de cada uno. Es verdad que hacía mucho que no venían ni se sentaban en sus taburetes a soltar sus monólogos a cámara lenta. ¿Por qué se acoplan los micrófonos cuando habla la niebla? Todo esto es ridículo. Me ceñiré a los datos. Lunes. Invierno. El bosque bajo que separa mi casa del centro de la ciudad ha amanecido emborronado por nubes cansadas de volar alto. Quizá sean nubes moribundas que buscan el suelo para acabar sus días. Yo me arrastro, dice una, ya no puedo separar mi tripa de la tierra, mi musculatura se debilita. Tanta humanidad fascina, pienso mientras observo el paisaje evitando una posición poética que lo desquicie todo. Los pasajeros del tren, de cualquier tren, tienen varias opciones ante la contemplación de la niebla. Una sería entregarse a la nostalgia. Pensar en esas fotos que tenemos todos sujetando un balón de fútbol bajo el brazo en un parque, puede que junto a una hermana que cierra (o cerraba) con rabia la boca para ocultar los hierros de la ortodoncia. Esas fotos permanecen en el baúl secreto de la niebla. Allí se conservan inalteradas para siempre. La otra opción es pensar que solo son nubes desplomadas, perezosas, desalentadas. La nostalgia es el vicio más solitario, ese en el que nos tocamos por dentro en busca de un orgasmo que nunca llega.
Por eso conviene arrancar todos los carteles que veamos. Yo lo he hecho. Lo malo es que debajo había otros de otros años: las mismas miradas extraviadas, el mismo orgullo brumoso representado en la manera en que deja caer el brazo en el hombro de su compañera. Esta pose es tan antigua que debilita e impide toda estrategia de defensa. Si lleva así millones de años, pensamos, ¿qué puedo hacer yo? Estuvo en Roma. Estuvo entre los barcos españoles que ardían en ese mar de los cuadros. Estuvo (y ha estado) en mi memoria sin que sepa el año ni mucho menos el día, porque todo con ella es sueño y dudas que crecen como brazos empeñados en asfixiar el horizonte.
Cuando el día avanza, cuando todos los panoramas adquieren su propia realidad, desaparece sin hacer ruido, pero queda tras ella una sombra, una nota sostenida en forma de proyectil que va perdiendo altura y acaba entregándose a la gravedad. En ese momento siempre me siento más aliviado y pienso que nada de todo esto iba conmigo, que estoy a salvo dentro de mi vida de siempre y que no era a mí a quien buscaba la niebla.

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