3/1/11


Fin de Año en un hotel de París. Una voz que salía de los altavoces dijo algo a las doce menos cinco. El tono era acaramelado, artificial; una voz cansada de escucharse a sí misma pero que al ser en un idioma desacostumbrado me provocó una exaltación estúpida, de esas en forma de globo brillante pegado al techo que todos miran con manos enlazadas. Ya en el nuevo año todos tiramos confeti saltándonos eso de besar a un desconocido, ¿por qué hacerlo? ¿por qué renunciar a la pátina oscura de nuestras costumbres por el simple hecho de estar en un país extranjero? Mireia recogía los brillantes trozos de plástico en un bol naranja. Ella (tú), ajena al simbolismo adulto, recorrió la sala en busca de tesoros llegados con el nuevo año. Todo esto pasó en un hotel al norte de París, norte o nordeste, no sabría concretar ni creo que importe. Un hotel con personajes Disney, animales antropomorfizados que ya son leyenda y empleados sonrientes disfrazados de marineros sin barco. Así ha empezado 2011, Mireia, en un transatlántico falso anclado en Francia y tú recogiendo simulacros de estrellas que se camuflaban en el rojo de la moqueta. Las fotografías sirven para avergonzarnos, para martirizarnos con ese pica hielos ridículo de la nostalgia. Era tu cumpleaños y estábamos allí. Era el día en que alcanzabas tus cuatro años en el mundo de las voces acarameladas que salen por los altavoces como manos de seda pegajosa que se divierten manoseándonos el alma. Sonaron canciones para darnos ánimos. Bailamos. Yo salí a fumar frente al lago. El cielo estaba anaranjado y voluminoso como en esas ficciones postnucleares y el humo que salía de mi boca iba a parar allí arriba sin más. Ya no recuerdo en qué pensaba o si solo era el frío lo que me llenaba cada parte de mi cabeza. Después volví y seguías atenta a tu tesoro. La idea de escribir esto es para que un día lo leas y sepas lo que pasó. Esto no es la verdad, solo es un trozo, un lado, una versión incompleta de alguien que te miraba. El plan es que cuando veas esa foto en la que no se te ve la cara sepas qué hacías allí y lo que yo pensaba mientras te miraba. La vulgaridad del mundo tiene un tamaño desconsiderado que casi nunca nos deja ver la sencillez de algunas cosas. No voy a decir belleza. No me gusta decir belleza. Hablo de esas cosas que de pronto te paralizan, de esos cuchillos que pican muy fino la sangre y la ponen a hervir junto con todo lo que desconocemos. Fíjate en esa luz que hay junto a ti, sobre el suelo, redonda como un ángel agnóstico dispuesto a protegerte. Estos extraños fenómenos están por todas partes, incluso bajo las patas de elefante de la vulgaridad cuando se aleja con su circo a otra parte y nos deja a solas con nuestra intemperie.

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