20/12/10

Me he sentido mal en la librería. Ahora, cuando volvía a mi trabajo, pensaba que no tenía que haber entrado. No es bueno mirar portadas de libros ni mucho menos leer las primeras palabras, ese arranque en el que aparentemente te lo juegas todo; porque es verdad: muchos se caen nada más empezar o no me interesa lo que dicen ni la posición que toma el autor en el relato. Supongo que todo esto se parece a la postura de cada uno en la vida o a bordo de un avión imaginario mientras por el pasillo esperamos para llegar a nuestro sitio o cómo después observamos las nubes con el pulgar hundido en la parte más carnosa y mullida de la mandíbula inferior. Por cada comienzo que me gusta hay veinte que me disgustan. Por eso no debería haber entrado. Cuando escribes es mejor negar la existencia de todos los libros menos el tuyo. Es una posición infantil y egocéntrica. Lo acepto y en parte exijo que así sea. Que la niebla se lleve el horizonte de los libros publicados, que los borre a todos porque las señales que emiten se parecen a las de los fareros borrachos. Cuando paseaba por la tienda envidiaba ser el vigilante que se limitaba a dejar pasar el tiempo con el anverso de su mano apoyado en el mango de la porra y a seguir con la mirada ciertas líneas femeninas que iban cambiando de lugar, que combaban la geometría arisca del mobiliario y que embellecían la zafiedad de un lunes sin mejores noticias. El hombre uniformado carecía de prejuicios, su cuerpo estaba allí pero su cabeza no estaba en el templo de Joyce, Woolf, Mann, Tolstoi, Bernhard, Mishima o Carver. Podrían ser marcas de tomate frito envasado o frutas raras o tipos que inventaron algo: neumáticos, la mayonesa, el hidroavión, ¿qué más da? Él los vigilaba como podría hacerlo con enormes huevos de un ave mítica de gran valor que de repente se pusieran de moda y todos quisieran comprar. ¿Y la literatura no es también eso, un valor que de pronto irrumpe en el mercado y que distrae, estimula y da conversación elevada mientras llega el segundo plato?
Si no hubiese entrado en la librería me podría haber ahorrado esto. Me siento como el que lloriquea frente a una marina inglesa de dudoso valor simplemente porque su fortaleza es tan tibia que hasta ese tenue resplandor de un barco hundiéndose le parece tan real como su propia tristeza. Debería haber pasado de largo y entrar en una franquicia de ropa barata: allí no hay sitio para los remilgos, coges la prenda y te vas, no hay cadáveres escondidos en las etiquetas ni comienzos prometedores más allá del tanto por ciento de fibra sintética o algodón. Lo bochornoso es que el próximo día volveré a entrar. Y los días posteriores y los otros y los que tengan que venir hasta el día en que manoseando volúmenes (con ese rictus de idiota cultivado, de inmortal de pacotilla) encuentre el mío.

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