11/12/10

A finales de los años 40, antes de que fuera ascendido a comisario, mi abuelo tuvo que ingeniárselas para mantener a su familia con un precario sueldo de subinspector de policía. Por las noches (o algunas noches de la semana, este dato concreto lo desconozco y también lo desconoce mi padre ya que a esa edad sólo era un niño) ejercía esporádicamente como vigilante nocturno de un hotel cercano a la Puerta del Sol. Supongo que en invierno se subía el cuello del abrigo y permanecía a la puerta del hotel mientras pasaban esas sombras irreconocibles de recién llegados a la capital por asuntos de familia o empresarios de provincias fascinados por la noche madrileña o borrachos o putas discretas que merodeaban el centro en busca de dinero para poner en la mesa algo más que la porción de pan oscuro que tocaba con la cartilla de racionamiento. No sé si el hotel se llamaba Europa o París. Me gustaría que se hubiese llamado París, Hotel París, y que dentro de algún tiempo tuviera ánimo o curiosidad para escribir un libro que se llamara así. Arrancaría con la imagen de mi abuelo en la puerta, como uno de esos gansters de cine negro, con la pistola en el bolsillo derecho del abrigo y el dedo índice de su mano acariciando el gatillo helado, y seguro que pensando en la llegada de la primera luz del día, quizás idealizada como esa princesa nórdica que se abre paso en el cielo con manos dulces.
Los trabajos que una persona acomete a lo largo de su vida son pruebas que le manda el destino. Pienso en los doce trabajos de Hércules y no puedo por menos que poner a mi abuelo en su lugar e imaginar cómo mataría serpientes, leones, aves monstruosas o cómo robaría manzanas de oro y finalmente cómo se enfrentaría a ese perro de las tres cabezas que custodiaba el infierno. La memoria acaba siempre construyendo una mitología privada de las cosas que pensamos. Los recuerdos, amontonados cuidadosamente como tesoros aztecas, acaban convirtiéndose en un material gelatinoso que adopta diferentes formas a lo largo del tiempo y a cada golpe de luz, cuando esa puerta tan pesada se entreabre y los baña con los tonos nuevos que inventamos. Por eso hay veces en que confundo las épocas e incluso me creo a finales de los años cuarenta a la puerta de un hotel. ¿Era yo? ¿Le vi? ¿Uno de esos comerciantes achispados que caminaban ajenos al hielo de las aceras era el que ahora escribe esto? Hércules, después de vencer las doce pruebas devolvió el perro de las tres cabezas a la puerta del infierno. Restituyó el orden natural y no quiso más gloria que su propia y humilde satisfacción. Pudo haberle matado. Pudo haberse dejado arrastrar por su rabia hacia los dioses y haber elegido una víctima como descargo. Pero decidió que todo siguiera como siempre. Mi abuelo, al amanecer, quizá se bajara el cuello del abrigo y después de tomar un café con leche en el comedor del hotel bajaría las escaleras de la boca de metro de Sol pensando que había hecho lo que tenía que hacer, lo que le tocaba, lo que le toca a cada uno de nosotros en nuestras diferentes épocas unidas o enlazadas quiméricamente por los caprichosos parpadeos del tiempo.

1 comentario :

Anónimo dijo...

Tiempos extraños. Excelente.
Un saludo.
Kenit Fole.