16/12/10

Anoche caminaba por Gran Vía escuchando a Itzhak Perlman tocando los Caprichos de Paganini. Hacía frío. Me gustaría decir que escuchar al mejor violinista vivo me hizo entrar en calor y que me reconfortó por dentro como esas bebidas mágicas tomadas en una taza que se levanta con las dos manos. Pero no lo hizo. La música sólo hace eso en las novelas baratas. Sin embargo sentí una adhesión inconfesable (como cuando pasas junto a una bandera y te estremeces sin quererlo) al pensar en la infancia del violinista judío que desde los cuatro años tuvo que vivir con una poliomielitis que le hizo caminar con muletas y aprender a tocar sentado. El frío de Madrid me llevó a imaginarme al niño Itzhak por las calles de Tel Aviv: su instrumento a la espalda metido en un estuche negro y el ritmo de sus muletas sobre las baldosas de una ciudad que en los años cincuenta viviría aún en esa herida abierta del éxodo y el miedo y la extinción de un pueblo acostumbrado al sufrimiento. Quizá por eso hubo una grandiosa generación de músicos judíos tras el holocausto. Cuando ni las razones ni las palabras podían explicar lo sucedido sólo quedaba el lenguaje del extrañamiento y la tristeza, un idioma que sólo la música sabe interpretar.
Y si yo sentía frío y si yo caminaba con mis guantes de lana y mi vida apacible, ¿de qué me podía quejar? Vuelvo a repetirlo: ni el mejor violinista vivo del mundo puede desalojar el frío de tus huesos, pero te puede recordar algunas cosas básicas.
Ya en el metro, al amparo de las tripas subterráneas y su sensación de que la vida es posible bajo casi cualquier forma, me resultó molesto tanto virtuosismo de digitaciones y escalas. Sentí que Paganini propone tartas nupciales de demasiados pisos. Tuve que cambiar a Glenn Gould. Su piano y Bach me devolvieron a un estado más cercano a lo que soy, si es que soy lo que me imagino o la idea que voy haciéndome ayudado por las calles por las que paso, los reflejos que me devuelven los escaparates y las sensaciones engañosas que me provoca lo que veo.
Al llegar a casa, en el ascensor, me quité los auriculares y les agradecí a ambos que me hubieran acompañado, a pesar de lo desapacible de la noche, del frío y de la indiferencia de casi todas las miradas con las que nos cruzamos en el trayecto. Y creo que me quedé con ganas de pedirles (aunque también sea de novela infame) que nunca se cansen de hacerlo.

1 comentario :

impresiones de una tortuga dijo...

Aprovechaste el viaje, de éso ¡no hay duda!. Saludos.