3/11/10

He comido con un amigo al que hacía mucho que no veía. Ha sido en una de esas franquicias americanas que te sustraen de la luz del día para que así, supongo, no te dé pudor cometer excesos. Es curioso que hayamos ido allí, la elección de ese lugar y no de otro que nos hubiese bañado de luz o regalado con plantas admirables que recorrer con la vista entre plato y plato. Quizá dentro de mí había pudor o culpabilidad por no haberle visto antes. El reproche apareció pronto. Cuando alguien me reprocha siempre me empequeñezco como el niño que todavía soy, un crío de pelo oscuro y brillante que busca siempre el lugar menos concurrido del patio del recreo. Me encontré con las palabras que no quería oír: hacía mucho que no sabía de ti. Mi defensa resultó precaria. Sólo tenía a mano los habituales tópicos de que cuando lo pasas mal prefieres estar solo, que no estás programado para la tristeza o para la comunicación pastosa de los sinsabores de la existencia. Mi idea de la amistad pasa por la fiesta, por las caras sonrientes que se juntan para celebrar el lado luminoso, no para masticar la carne reseca de la desgracia. ¿Será infantilismo? Lo cierto es que los locales que te apartan de la luz del día son propicios a la ocultación de los sentimientos. Allí dentro podía ser diciembre o mayo, 1996 ó 2003, podía amaestrar mi cara para transmitir incredulidad ante sus palabras o para que mi lenguaje no verbal se encargara de darle contundencia a mi defensa. Pero los abogados de mi cuerpo no salieron y me alegro de que no lo hicieran. Es importante aprender a pedir perdón, a reconocerse zafio, pueril, indecoroso, aniñado, desatento, egoísta, incauto y toda esa caravana de verdades que escondemos y que transportamos de noche para ocultar la evidencia. El ejercicio de la confesión me ha venido bien; quizá sea lo más religioso a lo que llego: no es lo que soñaba ni la imagen de ese guerrero que entra en una catedral arrastrando la punta de su espada por la piedra como un escritor que arrastrase la punta de su bolígrafo por un papel y esperase que ese recorrido constituyese en sí mismo una historia digna de ser contada. La mía ha sido mucho más vulgar y ha acabado con un abrazo frente a una boca de metro. La vida nos podría agasajar de vez en cuando con una orla en latín que sujetasen dos arcángeles comprensivos e indulgentes. Que cada uno ponga en ese espacio en blanco lo que quiera. Hoy en la mía debería poner: Javier, te quiero.

1 comentario :

JOSÉ IGNACIO RESTREPO dijo...

El vigoroso semblante de la similitud...perfectas tus letras para comenzar esta semana...Gracias amigo!