6/10/10

Una mancha de aceite. La ve por dentro. No por su sangre como resto de naufragio sino en esos momentos muy contados en los que puede ver con cierta claridad lo que sucede en su cabeza. Le ocurre tumbado de noche o quizá antes cuando sus dos manos atienden las circunstancias de una sartén o el pitido del microondas incitándole a abrirlo y sacar ese plato que después se posa en la mesa para la cena. Puede ocurrir en un túnel o en una reunión con personas que mueven los labios y le miran mientras su hermetismo le sujeta los suyos y le hace parecer un imbécil. La mancha es oleaginosa. Más oscura que un aceite comestible pero no tan densa como el petróleo. Hoy la ha visto acompañándole mientras subía una escalera. Parecía un trozo de película que se quema mientras Cary Grant, de smoking, sube escalones de dos en dos con una copa en la mano. Ese actor o esa silueta vagamente humana debe ser él. Sobre su figura se produce el burbujeo de lo que podría parecer celuloide pero puede asegurar que es aceite: su mancha. Cuando esta tarde la ha sentido sobre sí no ha podido contener una sonrisa extraña. ¿Qué representa esa sombra líquida en su vida y por qué le persigue como si fuera una mascota indeseada? Sabe que la mayoría de las cosas que siente no son reales. No sube ninguna escalera curvada. No lleva smoking. Nadie le espera en ese supuesto piso superior. Pero la mancha le empuja hacia arriba. Puede que sea ella, ese ente, esa presencia a través de la cual su imagen se dobla y desfigura como en los sueños, la que le proponga un viaje. Un pasillo. Puertas. Su mano debe abrir una de ellas y entrar. Pero todo esto no lo percibió esta tarde. Las hojas de esta planta desde la que escribe nacen hacia dentro, de ahí que sea tan poco sencillo hacer que parezca lógico. Le gustaría ser tan amable y dispuesto como los antiguos acomodadores de los cines. Hasta llevar una linterna podría para que los que le siguen no tropezasen con bultos indeseados o lagunas o las trampas normales que hay en todos los caminos fabricados con palabras. Pero no hay luz que seguir. Ni instrucciones que repartir. No sabe si es por aquí ni qué hacemos aquí arriba conteniendo la respiración y embebidos en los ruidos que nos llegan de la cocina. Sería mejor bajar. El nivel inferior comunica con la realidad. Mejor bajar e ir dando puñetazos disimulados a las paredes: algo que nos devuelva a la normalidad. Pero subió siguiendo una mancha. O era la mancha la que le seguía dispuesta a descubrir de su mano un secreto. ¿Y si la mancha fuera él, una parte que se disocia cuando se tumba o cuando su cabeza conecta los dispositivos automáticos para vigilar un huevo en la base de una sartén mientras una espumadera lo baña con mimo? Hasta que lo descubra no puede hacer otra cosa que seguir escribiendo.

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