31/10/10

Las noches de difuntos mi madre ponía aceite en una cazuela de aluminio muy gastada y luego echaba a la superficie de ese mar oscuro unas lamparillas que, cuando estaban encendidas, producían unos reflejos muy lentos en las paredes y en el techo de la cocina. Lo hacía con la luz apagada, quizá para que nos diésemos cuenta de la trascendencia del hecho: una comunicación respetuosa con el más allá, una conferencia de las antiguas en las que se apretaba mucho el auricular en la mano y se elevaba el tono de voz para contrarrestar la distancia. Las llamas diminutas ondeaban en la cazuela, cada una por alguien que ya no estaba: su padre, su madre, puede que sus abuelos a los que no sé si llegó a conocer, también a lo mejor por alguien que se me escapa y de cuya existencia no haya tenido noticia a lo largo de los años. Pero las llamas estaban allí dentro, haciendo que el aire se llenase de un olor temible que desde ese momento he asociado a la muerte. El fin de la vida huele a aceite quemado. El más allá es un espacio oscuro con siluetas que se reflejan en las paredes, con sombras de cuerpos que ya no están en ninguna cocina la última noche de ningún octubre. Mi rostro de mirar esa cazuela sigue siendo el mismo que lo miraría después todo. El que, por ejemplo hoy, contemplaba a mis hijas disfrazadas una de bruja y la otra de vampira o vampiresa antes de ir a una fiesta de Halloween. Ya no sé qué muerte preferir, si la anglosajona con calabazas y aroma de gran superficie o la antigua de los difuntos que flotan en una cazuela. Lo terrible es que es la misma. Pero esto no se lo digo a mis hijas. Prefiero hacerme el asustado cuando se ponen los dientes de plástico y se inclinan hasta mi cara para asustarme. Tengo que seguir el guión de esa obra y fingir un espanto que avive el fuego de esa chimenea que llevamos todos dentro y que sabe Dios cuándo se apagará. La muerte usa dentaduras falsas también. Las compra en un chino al que nunca entra nadie pero que está abierto siempre. La muerte y sus tiendas. La muerte y sus bufonadas para pasar el rato mientras el tiempo lo afila todo con su cuchillo roñoso. Esta noche cerraré los ojos y volveré a ver las lamparillas de mi infancia. Me gustaría pensar en mis muertos sin tener que leer el prospecto de la fe: primero porque lo he perdido y segundo porque siento gran desapego por todo tipo de ceremonias. Pero contaré mis muertos cuando esté en la cama y ya todo sea noviembre y mi memoria me lleve otra vez en su coche alquilado a esa cocina en la que mi madre botaba las naves funerarias en el mar denso. Después trataré de ser empujado al sueño como esas barcas luminosas que sigo viendo cuando todo se apaga.

2 comentarios :

Anónimo dijo...

La muerte es misericordiosa, ya que de ella no hay retorno; pero para aquel que regresa de las cámaras más profundas de la noche, extraviado y consciente, no vuelve a haber paz.

ricard "glups" dijo...

He entrado, he leído, y después de pasar un grato momento me llevo esto:
'Me gustaría pensar en mis muertos sin tener que leer el prospecto de la fe: primero porque lo he perdido y segundo porque siento gran desapego por todo tipo de ceremonias'