12/10/10

Fui torpe. Mi torpeza de aquella época, aunque no tan lejana como la punta de la cola del vestido del tiempo, se complacía en negar evidencias. Se podrían haber hecho varios decálogos con los hechos que tenía ante mis narices y que cada día me abofeteaban con sus manos emplumadas; lo hacían con tanta delicadeza que no me daba cuenta. Qué inoportuna fue su destreza femenina, su tacto de secreto larga y absurdamente guardado. Todo ayudó a que los acontecimientos (y yo con ellos) se desnortaran: acuarelas frescas bajo la tormenta, hormigas en el baile de los elefantes que sin querer acaban tiznando sus pezuñas con esas leves islas rojas. Por aquellos días creía en el poderoso vehículo de mis palabras. Hoy lucho contra el que fue capaz de decir algo así. Las lustraba, las embellecía como esos cuarentones de anuncio de colonia que pasan un paño muy despacio los sábados por el depósito reluciente de sus motos. Pura vanidad, ridícula como una partida de dardos teledirigidos que se acaban perdiendo en las tripas de la noche. Esa dirección tomaban. Formaban ristras que acababan adoptando su propio lenguaje muy ajeno al pretendido. Dije a la izquierda, malditas, les gritaba desde mi silla alta de juez; y ellas continuaban su camino sabedoras de que el precipicio llegaría más temprano que tarde.
Pero esto no es una confesión pactada. Incluso empiezo a odiar la arquitectura que toman los renglones. No estamos fabricando una silla isabelina, no quiero barnices tan exactos. Sólo le hablo a la estatua desgastada de mí mismo, la que me gusta tener cerca cuando escribo. Llamadla como queráis. Lo único que sé (quizá lo único aprendido al final de la función) es que sólo rozaba la superficie. Incluso cuando creía estar en el centro del ojo de la bestia, a merced de su pestañeo y expuesto a la curvatura de su abismo, sólo me encontraba en una pista de despegue secundaria en franco estado de abandono e invadida por la maleza. Desplegar las alas en semejantes condiciones resulta patético, improbable, desesperante. Pero, ¿por qué al mirarme al espejo ese mono de feria se convertía en un dios? ¿qué tipo de azogue es capaz de mentir tanto?
Debe ser que la torpeza sólo se calma destrozando zapatos. Será el simple acto de andar, el vicio de proseguir la marcha sin un fundamento ni mucho menos con una banda de música que, ataviada con linternas, se convierta en guía y consuelo en la soledad del calendario. Será que la torpeza propia es como la sarna o como una guerra librada en ese centímetro cuadrado en el que vive el embrión nauseabundo de la gloria.

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