4/9/10

Nocturno en mi bemol opus 9 nº2 de Chopin con ruido de agua saliendo por el grifo y palabras incomprensibles que mi hija pequeña le dirige a su colección de muñecos de plástico de la bañera. Chopin mira de vez en cuando de reojo y sonríe. Compositor polaco tocando para padre e hija a las ocho y media de un viernes de final de verano. Compositor que entorna los ojos quizá pensando que el tiempo no es capaz de mutar nada y que los baños de los niños han sido idénticos en 1852, 1901 y 2010. Chopin interrumpe la obra porque es requerido para hacer sopa. Quiero sopa con fideos, dice Mireia. Frédéric se levanta y abre uno de los armarios de la cocina donde sabe que está el paquete de fideos finitos que le gustan a mi hija. Subido a la silla parece un hombre indefenso, un romántico rebuscando con dedos temblorosos entre botes de conserva y bolsas de patatas fritas. Ver a un compositor subido a una silla debe ser mi premio de hoy. Le digo que lo deje, se lo digo en mi francés rudimentario. Él asiente y baja despacio, igual que toca el piano. Su cuerpo en descenso también es una escala cromática que se interrumpe cuando sus dos pies tocan el suelo. Echo los fideos en el caldo y remuevo. Chopin ha vuelto a sentarse al piano. Mireia me grita desde el baño que quiere salir ya. Nuria llega primero y la envuelve en su albornoz con capucha. La vida es perecedera. La vida es maliciosamente hermosa. Chopin lo sabe. Yo lo sé. La casa se va llenando del olor a sopa. Aparece Mireia recién bañada y peinada, su pelo es un tobogán al atardecer. Me mira. Chopin vuelve a mirarnos de reojo. Sus ojos me dicen que le gustaría fabricarnos una burbuja de cristal hecha de música para protegernos de los horrores de este mundo. Yo, en mi mirada, le agradezco el detalle pero le comento que su música ya nos protege sin necesidad de burbujas mágicas. Enciendo la tele de la cocina y cenamos. Es una escena costumbrista de principios de siglo veintiuno. Veo que Chopin apunta algo -con un lápiz de propaganda que me ha cogido del estudio- en su pentagrama. Después se queda un momento muy quieto, casi parodiando a ese busto de sí mismo que decora librerías de media Europa. Tiene la vista suspendida en un punto que soy incapaz de reconocer. Después vuelve a este mundo, a esta parte de la raya roja que hay marcada a lo largo del planeta y que, curiosamente, divide mi cocina en dos países distintos: el de la vida y el de la muerte.

5 comentarios :

Tatiana dijo...

esto es un cuento muy enternecedor, me ha gustado mucho, gracias por la invitación ))

clariola dijo...

Gracias por invitarme .Es un deleite encontrarme con tu familia y con Chopin en un día como hoy; hace escasas horas releía un poema que escribí en su honor por su bicentenario.Precioso encuentro.Gracias

Anónimo dijo...

Tremendamente Poético... un gusto leerlo, saludos desde Chile!

Blanca Miosi dijo...

Vaya, que prosa tan exquisita, el amor a la música, la del polaco genial que tanto admiro...
Todos tenemos esa raya roja presente, la vida y la muerte mora en nuestras casas, en nuestras ciudades, en nuestra vida. Tengo una biblioteca en la que muchos de sus autores cruzaron la raya.

Un abrazo,
Blanca

About dijo...

Muchas gracias a todas por vuestros comentarios. Me he dado cuenta de que hace ya días que no escribo. Vuestro aliento me ayuda a seguir.
Un saludo.