12/9/10

Muchas veces no puedo hacer nada. La mayoría de las veces soy un incapaz cuando pienso en las ortodoncias y los desfalcos o en el paroxismo comercial al que me empujan desde no sé dónde. Escucho a músicos momificados que siguen demostrando soltura con los dedos para contrarrestar ese empeño del tiempo en acabar con todo. Incluso leo libros como un mono leería el futuro en la piel de un plátano. Todo esto lo hago movido por una convicción interna y oscura que me dice que en este tipo de prácticas hallaré consuelo. Cuando cae la tarde procuro tranquilizarme. Miro el sol desplomándose sin gracia sobre el horizonte y me pregunto si me iría mejor comprando uno de esos bastones con cabeza de perro de plata. Daría golpecitos en el suelo y haría poemas que contuvieran palabras que ya nadie usa: rododendro, carmesí, palabras que me ponen enfermo y me queman por dentro en un incendio para idiotas con barba muy cuidada. Muchas veces lo único que puedo hacer es asomarme a la ventana del patio y escuchar: el destino me ha entregado sonidos que he de interpretar, ingredientes para una tarta casera que siempre acaban comiendo otros. Escucho motores de lavadoras. Escucho picadoras y licuadoras en esa hora imprecisa en la que todo muere y se desvanece despacio. También escucho conversaciones que no son mías y ruidos de cubiertos chocando con platos. Cierro los ojos y pienso que he nacido en esta precisa época por un motivo. Que la realidad que me rodea es un acertijo malévolo que he de adivinar. ¿Qué hacen los pájaros, mientras, tan arriba? ¿Me indican con sus alas la dirección de la tienda de los bastones egregios? ¿Me conminan a adecentar mi pensamiento poético, a elevarlo, a que prescinda del bello sonido de una máquina centrifugando? Confieso mi inutilidad ante estas señales. Levanto los brazos para que entiendan que no puedo hacer nada. Ni con los desfalcos ni con las deslealtades ni con las coacciones ni con las manchas en las radiografías ni con el olor que despiden los muertos en los sótanos de los tanatorios. Sólo soy un hombre asustado que se asoma a la ventana de un patio y cierra los ojos imaginando que es otra época ésta que vive, pero no sabe cuál. Después vuelve el silencio, cuando las máquinas han completado sus ciclos y rutinas, quizá también desengañadas por la función a la que les obligaron en una fábrica. Sin embargo, cuando abro los ojos me invade una hueste alborotada de sensaciones descalzas. No llevan banderas ni se intuyen capitanes al mando: creo que se trata de una alegría pequeña y revolucionariamente desconocida que me dice al oído que no me hacen falta bastones de plata.

1 comentario :

Anónimo dijo...

Evidentmente no te hacen falta. Con los detalles de la vida que inventarías consigues un perfecto ejercicio de literatura. Muy bueno.