24/9/10

Hay días en que es difícil decir yo y esperar a que el diapasón nos devuelva la constatación de que estamos afinados. Yo y unas ondas que se entremezclan con el mundo de un viernes: sus farolas apagadas, su viento que empieza a tomar carrerilla hasta que se pierde al final de la calle convertido ya en otoño.
Las cosas y nosotros. Cuando esta mañana he dicho yo iba en un transporte público con la mano derecha agarrada a una barra. Mentalmente iba repitiendo ese monosílabo tan personal sin que ninguno de los que me rodeaban sospechase nada. Cuántas cosas decimos sin que nos oiga nadie. Cuántas palabras salen de la oscuridad pero nunca llegan a ver la luz, se quedan en esa tierra ingrata y sin dueño que es el silencio. La reverberación de la palabra yo se sacude la melena delante de mis narices. ¿Qué ejercicios de vanidad son estos? Contando con que hoy es el quinto día de la semana y que hace viento (su motivo no es otro que acercar esas nubes que desde por la mañana jugaban con el pelo de las montañas que hay al norte de la ciudad) y que no encuentro más excusas para asumir que ando desafinado, diré que días como el de hoy ofrecen la posibilidad de aprender algo. Mi sonido es parte del sonido del mundo, aunque sólo esa una semicorchea que alguien olvidó en la línea más baja de un pentagrama. Una mujer me dijo hace poco que abuso de las alegorías como Don Quijote abusaba de su bálsamo, la segunda parte no la dijo pero me hubiese gustado. Los ejemplos afinan el paisaje. Los ejemplos son el tomate del pan y quizá también el hambre.
Me parece que no volveré a estar afinado hasta dentro de unos días. Iré viendo. Iré probando cuando me encuentre solo en un ascensor o cuando recorra la explanada de un aparcamiento subterráneo. Cuando mi yo suene bien bajo tierra volveré a ser esa hombre nuevo al que las palabras sacan brillo, palabras como conserjes a punto de jubilarse que limpian con mimo los dorados de un portón o la manivela de su propia portería. Qué paz pensarlo. Qué ansia de esperar al frío metido en un chiscón (¿se llamaban chiscones a las garitas de los porteros, a esas casas miniaturizadas en las que huele a sopa y suena siempre la radio?) mientras se mastican en silencio palabras al azar para comprobar que seguimos sonando. A cuántos lugares viajaría con mis palabras: con estas y con las que no digo, con las que pruebo y luego desecho en un cubo, con las que se me caen, con las abortivas y las insulsas, con las que pesan tanto que me producen espasmos.
Mañana será ese otro día del que tanto hablan. Que mis yoes duerman de un tirón, que se extermine cualquier posibilidad de sueño o ficción involuntaria en la que se ponga en peligro su pureza. Mañana la bella rutina volverá a accionar la palanca de la noria.

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