10/8/10

Quien por su profesión, dice Günter Grass, está obligado a explotarse a sí mismo a lo largo del tiempo, se convierte en un aprovechador de restos. Me gusta. Hace que el que escribe se eleve a una categoría de ciudadano sostenible, comprometido y contemporáneo. Qué lejos de la verdad. Como mucho husmeador de restos o reciclador de objetos inservibles (y casi invisibles) del pasado para cocinar una extraña sopa. ¿Y para qué? Volemos más a ras de tierra. La literatura no es más que el trabajo de unos hombres en zapatillas de casa escribiendo para otros hombres en zapatillas. No puedo estar más de acuerdo con la deslumbrante reflexión de Rafael Reig. Después de algo así me hayo en la obligación de contaros que el otro día encontré una colección de acreditaciones de festivales publicitarios de San Sebastián (me cuesta llamarla Donosti) y Cannes que me sentó sin quererlo en la gastada silla de mi máquina del tiempo.
La primera vez que fui al festival de la Costa Azul tenía veinte años. Me mandaron a una pensión de octava o novena fila de playa regentada por una española vieja que no dejaba de mirarme con mala cara. Fueron cuatro días de comer esos kilométricos bocadillos con queso, lechuga, cebolla, pimiento y fiambre que vendían en unos puestos de La Croisette. Me recuerdo paseando por la cubierta del barco en el que rodó Polanski su película de piratas que nunca he llegado a ver. Hay fotos o foto que lo demuestran. Unos pantalones blancos, un polo azul eléctrico y un flequillo que yo dejaba crecer con la esperanza de que un día me tapara como los toldos tapan el género en una frutería. Mi tienda se llamaba “La timidez”, fundada en 1966. Pero sigamos. Además de comer bocadillos y tomar cerveza no recuerdo para qué me mandaron allí. Se suponía que había que ver anuncios. Bien, no recuerdo que viera nada. Miro la foto y me veo en un tren que iba a Mónaco. Después me veo caminando largo rato y atravesando un túnel. Al salir de él estaba en Montecarlo. No sé cuántos francos llevaba. No recuerdo lo que hice ni lo que miré. Vi barcos. Más barcos. Al poco rato no sabía qué hacer y me volvía a montar en el tren.
En la foto de la acreditación sigo mirando de frente. Mi pelo está en pleno descenso para esconderme del mundo. ¿1987? ¿1988? ¿Qué espera hoy ese mocoso de mí? ¿Espera que saldemos las cuentas pendientes? ¿Qué cuentas? Durante unos segundos pienso que lo mejor sería tirar todas esas bobadas a la basura. Lo bueno de sobrepasar la supuesta mitad de tu vida es que el ego se empieza a percibir como un amigo histérico gritando desde el interior de un vaso.
Soy el escritor basurero-aprovechador-reciclador de restos. Todavía llevo pegados en la suela de los zapatos trozos de diamantes falsos que pisé por el camino. Y algunas noches -por raro, falso y difícil que parezca- siguen brillando.

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