26/8/10

Que la gente que me quiere se ponga a este lado. Los que no me quieren, que se pongan a este otro. Muy bien. Ahora será todo más fácil, dijo el payaso mientras caminaba aplastando luciérnagas con sus zapatones en medio del poco silencio que la noche dejaba aparcado al lado de la autopista. El payaso vivía en una caravana oxidada. Hacía tiempo que el circo se había ido de allí. A Munich. A Finlandia. Qué más da. El payaso no tenía mapas. Sólo un perro gordo que muchas noches parecía de plata, un perro gordo de plata que esperaba los mismos milagros que su dueño.
Y ahora, que la gente que me quiere mucho dé un paso al frente, dijo el payaso levantando el dedo índice al cielo en una pose que, de haber tenido un espejo, le hubiera recordado a ciertos dictadores romanos. El perro plateado quería levantarse. Deseaba romper el carácter metafórico de la alocución de su amo. Quería demostrarle que él era uno de esos que le tenían gran amor. Pero sus patas no obedecían al impulso. El perro sintió una impotencia muy humana y se dijo para sí que esa clase de sentimientos son los que hacen que los payasos acaben viviendo solos en una caravana.
Animados por las palabras de este relato, animados por la arenga imaginaria del payaso y por la bondad de la noche, algunos curiosos cruzaron la autopista y se congregaron frente a ellos. Eran personas oscuras: el encargado de la bolera, una mujer que tocaba una guitarra verde en la parte de atrás de la gasolinera y un chico alto como una farola y con la misma dotación para la sociabilidad que un erizo. Es verdad que también cruzó un matrimonio con dos hijos, un políglota de gafas redondas y un vendedor de cosas sin importancia que hacía tiempo que andaba sin trabajo. Todos ellos esperaban algo. Habían cruzado para que el payaso les contase el gran secreto, pero ¿qué secreto esperaban? El perro sintió vergüenza ajena y pensó en su cabeza de perro: otro de esos sentimientos tan humanos que hacen que las personas y los payasos acaben trazando líneas con un dedo o jaulas hechas de palabras que nadie entiende.
Que de los que tanto me quieren levanten la mano los que darían su vida por mí, dijo el payaso en voz baja y algo avergonzado quizá por el tono de súplica o por el infantilismo o por el narcisismo de implorar un imposible. Vivimos en envases al vacío, dijo el perro por fin. Su voz asustó al políglota, que reaccionó como pudo hincándose de rodillas en la tierra oscura y recitando versos de Horacio en latín.
Vivimos en celdas incompartibles, dijo el perro con voz enérgica y desgarrada, tú y yo y los erizos de los que hablaba el que nos ha inventado y todos ustedes que han cruzado la autopista con la esperanza de que les alcanzara el rayo, pero aquí no hay nada, ninguno existimos, somos elementos desmontables. No, no es cierto, dijo el payaso muy enfadado, existimos igual que existe esta noche y las luces de los camiones que pasan como ratas gigantes. Existimos porque lo queremos así, porque hacemos uso de las palabras y éstas nos devuelven el favor dándonos la vida. Después de que alguien diga algo así siempre hay unos segundos de espera, una zanja que hay que saltar o no y que, depende de la destreza, hará que se prenda la llama. Quizá se encendió. Nadie lo podría asegurar: ni los que estaban allí delante ni los que desde aquí les observábamos. Lo único seguro es que el perro por fin se levantó y se perdió lentamente entre los zarzales y la maleza desordenada. Un punto de plata en movimiento. Un satélite de carne cansada que la luna se complacía en observar desde allí arriba.

No hay comentarios :