3/8/10

Leo El tambor de hojalata en una mañana que se ha cansado del calor y juega a ser una heroina caprichosa que, a lomos de su caballo, atraviesa el verano hasta sus límites de trigo quemado y olor a fogata de hojas secas. ¿Es el mismo libro que ya leí hace muchos años? No es el mismo libro. Me doy cuenta al pasar las primeras páginas. Aquel que leí entonces le pertenece a un tipo de veintipocos años que sólo se asomó a la piscina de aguas verdosas sin determinar qué profundidad tenía. El rostro que reflejaban esas aguas me parece hoy irreconocible. En cada libro que leo se queda ese que soy en ese momento. El de esa vez era un chico con flequillo, más tímido que la versión actual y con una tendencia enfermiza a los encantos artificiales de la tristeza. Al cerrar un libro el mazo de papel se convierte en un sarcófago egipcio del que nunca vuelvo a salir. Además, este tambor de hojalata es nuevo. Sus redobles no suenan a hueco cuando lo toco en el pasillo de casa. No es el que ya no encontré por mucho que revolviera la librería. Conclusión: el sarcófago ha desaparecido y una parte de mí también. Ahora creo que volví a comprar esa novela con la esperanza (ingenua siempre) de encontrarme. Pero, ¿para qué? ¿Esperaba un truco de magia barato? ¿Suponía que sería real ese pasadizo entre libros que desafía al tiempo? Existen. Esos conductos invisibles están ahí. No son subterráneos ni puentes mágicos que la energía tiende en el espacio. La memoria los utiliza a diario para sus travesuras. En cualquier caso me alegro de volver a leer una de las mejores novelas del siglo veinte. Lo digo así, con este bochornoso lenguaje de contraportada, con este tufillo de intelectual que fuma en pipa que tanto detesto pero que hoy me divierte utilizar. Me da igual. Es agosto y casi nadie me escucha.

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