11/8/10

Estoy convencido de que los amigos que voy perdiendo se acaban reuniendo en un mismo lugar. No hablo de un café con mesas de velador ni de un sanatorio suizo en el que llenar los pulmones frente a una montaña. Lo veo más como un hangar con aspas de hélices oxidadas y un gato viejo y gordo que se lame las patas a la sombra. Los amigos perdidos deambulan por la nave sin mirarse. Algunos se sientan en el suelo y procuran dormir. Otros miran mucho al techo y se concentran en el sonido de las patas de las palomas sobre la uralita. Los hay que sacan viejas cartas de cuando no existían los ordenadores y las leen mientras pasean en círculos. Ese lugar no es la muerte, aunque ya a estas alturas alguien haya intentado atar cabos. Tampoco es ninguna clase de purgatorio, al menos conscientemente no lo es para mí. Sólo es el olvido. Su sede central con oficinas invisibles, óxido y gato. ¿Qué hacen mis amigos allí? Cuando sueño esto siempre me despierto antes de que alguno de ellos me responda. ¿Qué haces aquí, Pablo? Pero cuando la boca de Pablo se abre a cámara lenta ya estoy de nuevo en mi cama, recién llegado de ese país construido a base de niebla.
La tentación de alargar la mano (como el que la introduce con mimo y asco en una pecera) y palpar ese espacio inventado es grande. Y hacerlo a una hora de vigilia y con luz cenital como testigo para que la realidad saque su rotulador y marque en la casilla de lo que realmente ha sucedido.
Lo más que se me permite acercarme es hasta una línea amarilla a dos metros de la puerta. Desde allí, entornando los ojos, les observo en la penumbra. Observo sus movimientos. Me sorprende que alguno hable en voz alta, solo, quizá intentando explicarse su presencia allí. Creo que cada uno de ellos tienen a su vez otro hangar parecido en el que permanecen otras personas, otros olvidados propios o ajenos, voluntarios o forzados, que también esperan algo. ¿Se trata de eso, de esperar?
Cuando me despierto de este tipo de sueños intento averiguar el motivo de su espera. Ellos lo hace a ese lado, yo a este. Quizá otra línea nos separe, una hecha de todo lo que un día compartimos: de cristales rotos color ámbar que contuvieron cerveza, de trozos de tiempo que con los años se han comprimido y enmohecido como esas cebollas que se pudren en un cajón de la nevera.
A veces les llamo a gritos desde la puerta. Agito los brazos como un náufrago que hace señales a un trasatlántico a cientos de kilómetros de la costa. Mis intentos les pasan desapercibidos. Incluso creo que no llegan a darse cuenta de que estoy allí o de que si lo hacen no sabrían ya asociarme a una época concreta de sus vidas.
Lo más prudente sería cerrar la puerta o buscar otras tierras con las que soñar. Huir de ese planeta deshabitado en el que ya nunca crecerá nada.

4 comentarios :

Anónimo dijo...

Impecable. Me encantó...

Anónimo dijo...

Excelente...
Cata Rivera (Argentina)

Raquel Cruz dijo...

Unas palabras narradas con exactitud, a la vez que duras y tristes. Pero me gusta, me gusta mucho tu estilo. Saludos

María Luisa dijo...

Has expresado con bellas palabras lo que siento cuando pienso en las amistades perdidas. Muchas de ellas, ciertamente no están en ningún sanatorio suizo (gracias por la referencia a La Montaña Mágica, es una de las novelas que más he disfrutado), yo las veo aparecer y desaparecer en Facebook.