4/8/10

Esta noche Mireia ha pasado frío. Al despertarse (su rutina de verano consiste en ir al salón y pedir que le pongan la tele mientras ella se tumba de lado en el sofá con el biberón sujeto con las dos manos) ha pedido su manta roja de Hello Kitty. Nuria se la ha traido y se la ha echado por encima con el mismo amor con el que un día expulsara con fuerza su cuerpo hace ya más de tres años en un quirófano pequeño y ante mi presencia un tanto circunstancial o fantasmal a la espalda del médico. Al mirar a mi hija esta mañana me he dado cuenta de que ha sacado los ojos de toda la familia de mi padre. Hay fotografías de 1911 ó 1917 en las que aparece mi abuela Esperanza sentada en un diván tosco de la época ante un ciclorama que recrea un río y un brumoso fondo de bosque. Los mismos ojos que quizá van avanzando silenciosos en el desfile oscuro y que se prestan o pasan de unos a otros en la barroca cadena genética. Mi abuela muestra mucha entereza en esas fotografías. Hablaría de una entereza espiritual impropia de una chica de principios de siglo si estuviera cien por cien convencido de dicha afirmación y no sin miedo de resultar un diosecillo fátuo que desde su altura cuenta el mundo y sus pormenores sin pestañear. Pero como no es el caso diré que mi abuela tenía algo en la forma de mirar que esta mañana he reconocido en mi hija pequeña. Para cerciorarme, o por el simple placer de observarla, me he acercado mucho a su rostro ladeado. Los dibujos animados me han ayudado a que no se diera cuenta o a que no le molestara una actitud sin duda adulta, un acto egoista y desesperado como es el de rebañar toda la belleza que cabe en el recipiente de lo que abarca nuestra vista. He podido examinar sus largas pestañas, la forma de sus ojos y cómo de ellos nace la caída de sus pómulos redondeados que invitan a creer en los cuentos clásicos centroeuropeos. Cuando ya no podía extenderme más sin que se incomodara la he abrazado por encima de su manta roja. La excusa instintiva era la de darle calor, restablecer de alguna forma el frío de la madrugada que se coló por su ventana abierta, pero fue ella la que me lo devolvió a mí, la que me lo restituyó, y con ese líquido (cada vez estoy más convencido de que el amor lo es) jugó a los vasos comunicantes que inundaron mis recodos y depósitos para todo el día.

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