18/7/10

Domingo. Las mujeres de la casa hacen limpieza de juguetes. Hace calor. Mireia se niega a tirar nada. Para ella todo es válido, útil y presente. Quizá no tenga aún esa rabia adulta de condenar a muerte lo que ya nos cansa o hemos visto muchas veces. Escucho sus conversaciones. Hablan de lápices. Hablan de cambiar de sitio unas muñecas. Nuria intenta controlar las operaciones sin hacer que nada deje de ser divertido. Esto de Hannah Montana lo podríamos tirar, dice mi mujer. No sé a qué se refiere. Será una bolsa o un estuche o un vaso para poner lápices que tiene la cara de la cantante adolescente que parece que ya no quiera crecer, que está condenada a ser la misma hasta que el vaso se rompa. Qué terrible condena que tu imagen acabe en un vaso. La voz de Mireia revolotea por la conversación general y entre los ruidos de cajas que caen al suelo y trozos de plástico que golpean contra otros y emiten destellos sordos en medio del calor de una mañana de julio. Supongo que esto es la vida real. Si fuera arqueólogo no tiraría nunca nada. Hasta el más mínimo vestigio serviría para dar fe de una época, del paso por la Tierra de una civilización que compraba vasos con caras de adolescentes rubias. Pero no lo soy. Ninguno lo somos. Por eso llenamos bolsas de basura color malva con todos los restos de lo que un día pensamos que nos haría felices.
Cuando acabe de escribir esto bajaré a por el pan y el periódico. Seré un hombre en bañador que camina despacio buscando las sombras. Llevaré varias monedas en el bolsillo. Me pondré una cara amistosa por si me cruzo con algún vecino al que decir hola sin que parezca que le estoy saludando. Pero me da rabia perderme los sonidos que llegan del cuarto de mis hijas. Odiaría perderme sus voces, las palabras que intuyo a medias y que me satisface interpretar hasta un extremo enfermizo. Soy un curioso que se ha colado en el cuerpo de un hombre de mediana edad. A veces pienso que este cuerpo me viene grande o pequeño, que lo elegí mal, que no sé hacerlo caminar con gracia.
Mireia dice que ha encontrado algo, se lo dice a su hermana. Mira lo que he encontrado, Alba. Después prosiguen los ruidos de manos escarbando en cajas. Parece que es un sonajero. Ahora aparece Mireia con dos palas de plástico en la habitación en la que estoy sin camiseta delante de una pantalla blanca. Me habla de la señorita Ana, palabras que no consigo entender. Luego mete las palas debajo de una butaca y se va. Las ha escondido para que no se las tiren. Tiene tres años pero ya empieza a comprender el mecanismo de los dramas. Debo acabar bruscamente aquí -y de este manera- para ir corriendo a abrazarla.

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