28/7/10

Corre el invierno de 1950. Falta poco para que las cartillas de racionamiento vayan al fondo de un cajón, junto con la cajita verde de los dientes de leche y el sello de lacre robado en la oficina. Su padre tiene 17 años. Se afeita. Va a bailes situados en lo que antes era el extrarradio de Madrid (hoy Arturo Soria o Pinar de Chamartín). Allí las mujeres se refugian en las sombras. Suenan boleros. Los boleros son canciones de hombres que suplican para follar. Su padre sueña con amasar el culo de alguna o de todas. El pan sigue siendo un artículo de lujo, no como en 1945 pero todavía un poco. Por eso la doble intención del verbo en forma de flecha bífida. El alimento sagrado que fabrican las manos y que viaja a todas las regiones del cuerpo, incluida la bragueta. Por lo demás el invierno de 1950 es anodino. El tranvía. Los tranvías. La radio. Los speakers deportivos que gritan gol. Los cajones de una cómoda que huele a rancio. Los altramuces. El venerable olor de la lujuria que atenaza a un hombre que empieza a serlo.
En esta época se inicia el despegue de la industria publicitaria en España. El primer jingle de Norit data de 1944, es la canción del borreguito: “Me he lavado el vestido / yo mi blusa me he lavado / lo he dejado muy blanquito, / muy sedoso me ha quedado. / Porque, porque hemos usado / Norit, el Borreguito.” Busca en Google quién compuso la cancioncilla. Al hacerlo le salen al paso blogs de gente que recopila anuncios de la época. Le sorprende el título de uno de ellos, “Aquí estuviste ayer”. Le gusta tanto que siente que todo lo que escriba a partir de ahora debería llamarse así. De la letra le chocan dos cosas: 1) la repetición del “porque”, que escuchado suena a redoble de tambor; 2) la mujer que canta dice que ha lavado una blusa y un vestido, pero luego dice “hemos” usado. ¿Habla este hecho de que en esa época la colada era un asunto comunitario, algo que se realizaba en la mesa del comedor bajo la atenta mirada de los fantasmas familiares y con la lámpara grande encendida? La canción del Cola Cao es posterior. Juraría que aún escucha los ecos en el pasillo de su casa de infante. También ve (al cerrar metafóricamente los ojos) un envase de hojalata que muestra el dibujo de una madre sosteniendo una bandeja en alto con dos tazas y el bote de cacao soluble. Sus dos hijos le tiran del vestido. Quieren alcanzar las tazas. La madre sonríe en un acto de crueldad innecesaria. ¿Es quizá la madre una metáfora de la hambruna de esos años pasados? ¿Representa la madre al bando vencedor? ¿Actuó el dibujante bajo el mandato de los responsables comerciales de la marca para que al verlo se desatara la fiebre de consumo? Nunca entendió que había detrás de esa sonrisa. Hoy sigue sin entenderlo.
Corre, como decía antes, (torpemente, con pies planos y calzado ortopédico) el invierno de 1950. Su padre nunca tuvo una buena dentadura. Los frutos secos no ayudaron. Las nueces y altramuces comprados en los puestos de Manuel Becerra, las castañas quemadas que calentaban las manos en los bolsillos de los abrigos. También influye la falta de calcio. Nació en 1933, a los tres años el país estaba en guerra y la leche escaseaba. En aquella época no había Actimel. Él heredó los dientes de su padre. Aunque a finales de los años sesenta ya no había guerra ni cartillas de racionamiento, su dentadura es compleja y frágil. Aborrece las herencias. Cuando su padre llega a casa se encuentra un puchero con alubias estofadas. En el centro flota una porción ridícula de tocino. Hay tres platos. El reloj de pared da las dos. Padre, madre e hijo se sientan a comer. La luz de la calle Hermosilla también es pobre. Los primeros números de la calle albergan a familias con pucheros más grandes en los que flotan varias porciones de tocino, chorizo del Bierzo y morcilla de arroz. A medida que avanzan los números las raciones menguan. Madrid en 1950 es una ruleta trucada. Después de comer su padre lee a San Agustín. Se tumba en la cama. Se quita los zapatos. Lee que la medida del amor es amar sin medida. Se imagina amando a Lauren Bacall sin medida. Le vienen gases de las alubias y lo interpreta como un castigo de Aurelius Augustinus Hipponensis, por tergiversar el sentido de la cita.
No sabe por qué le ha dado por pensar en su padre y en el invierno de un año que nunca vivió.

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