14/7/10

Anoche, a eso de las dos, empecé a escuchar un pitido intermitente, como un sónar de submarino a lo lejos. La ventana del dormitorio estaba abierta. Aquello venía de alguna casa cercana. Pi, pi, pi. Sin duda se trataba de un submarino que se había escapado de las profundidades para ver con sus propios ojos cómo era una noche de verano fuera del mar. Imaginaba la mole de hierro atravesando un campo de trigo, muy despacio. Pi, pi. Se arrastraba por la tierra ayudado de unas minúsculas patas metálicas parecidas a las piernas de un forzudo de circo. ¿A dónde se dirigía aquel submarino? ¿Venía a mi casa a decirme algo? La luz de la luna se reflejaba en las placas de hierro de su lomo. Los remaches parecían estrellas en miniatura. Destellos en medio de un sueño. Yo, mientras, sólo podía clavar la vista en el techo y esperar a que el sumergible misterioso apareciese ante mí. ¿Debería cerrar los ojos con fuerza para que llegara antes? ¿Los submarinos imaginarios son tan asustadizos como los gatos? El caso es que cerré los ojos y comencé a darme cuenta de que el sonido se hacía más presente. Después los abrí. Allí estaba. Vi el morro de la nave, imponente, como la nariz de un gigante viejo atravesando las paredes de mi dormitorio. La primera reacción fue encoger las piernas como hacen los niños incoscientemente cuando tienen una pesadilla. Quizá así -pensaba- el submarino tendría más sitio para pasar. Y siguió pasando aquella imitación mecánica de ballena muerta. ¿Quién iría dentro? ¿Sería un chimpancé con gafas de concha el comandante de aquella nave? ¿Quizá un chimpancé que escuchaba ópera en un gramófono? Cuando acabaron de pasar las dos hélices de popa me sentí aliviado. Revisé las paredes, la puerta, la cama: no había daños. Mi mujer dormía. Se lo había perdido. No me pareció oportuno zarandear suavemente su hombro izquierdo para contarle que acababa de pasar un submarino por nuestra habitación. No conviene exponer el amor a ese tipo de pruebas. Volví a cerrar los ojos e intenté dormir pese al calor que todavía coleaba por todas partes como un niño hiperactivo. En ese momento pensé si la visita del submarino sería algo que se repetiría a diario o si resultaba que mi casa estaba en medio de una ruta de naves imaginarias que transitan las noches del verano. Quizá dentro viajaran turistas de otros mundos que, al pasar por mi cama, dispararon sus cámaras de fotos sorprendidos de una extraña forma de vida orgánica que permanece toda la noche tumbada y en silencio.

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