23/6/10

Mi mujer y mis hijas están en la playa. Me lo dice el ruido del motor del frigorífico, que ahora percibo en medio del silencio inusual de la casa. Hace una hora escuché la voz de Alba y después la de Mireia. El mar estaba detrás de ellas, con sus idas y venidas de animal domesticado, convertido casi en un estorbo cuando salía del auricular de mi teléfono. Interpreto que es él, casi más porque mi imaginación ha adecentado el zumbido hasta transfigurarlo en un icono reconocible, casi hermoso. Los pies de mis hijas se hundían en la arena mientras hablaban conmigo. Dime lo que ves, le dije a Alba. Quería que me contase y que al hacerlo yo pudiera colarme torpemente en lo retretado. Los niños utilizan las palabras como los adultos ya no se atreven a hacer. No hay preliminares, no hay caminos falsos ni laberintos por los que avanzar con el corazón en vilo, no hay sentimientos disecados detrás de ninguna puerta.
Veo el mar, no hay muchas olas, la playa está casi vacía. Veo una señora abriendo una sombrilla roja, papá, tiene un perro que está como loco, se acerca a la orilla y luego vuelve cerca de su ama. También los perros muestran las emociones del verano. Los perros y los niños comparten la misma ingenuidad. Sostengo el teléfono en la mano como si sostuviera una parte del mundo. Soy el gigante Atlas y mis hijas están frente al mar. Cuando estoy sin ellas me vuelvo más huraño. Me ovillaría y dormiría hasta su regreso. No quiero ingerir alimentos ni molestarme en respirar. Quiero dormir y que la realidad mágica -que gobierna mi vida desde la clandestinidad- me lleve junto a ellas. No pido mucho. No me interesa el Mundial. Me aburren las películas, a veces creo que las he visto todas. Me ovillaré y permaneceré con los ojos cerrados hasta que el teléfono suene. Papá, otra vez el mar, la señora de la sombrilla está leyendo un libro. Lleva un sombrero blanco. A veces mira hacia donde estamos jugando y sonríe.
Mi necesidad de ver lo que mis hijas ven es enfermiza, otra prueba más de mi infantilismo, pero, ¿no consiste en eso el amor, instalarse en el cuerpo de otro y querer ver el mundo como lo hace esa persona? Qué corta se queda la realidad. Debería tener más pasillos y más ventanas que dieran a esas playas en las que deseamos estar.

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