13/6/10

Me gusta el te y también me están empezando a gustar los gintonics, cuyo olor hasta hace poco me recordaba a la colonia que se pondría una solterona inglesa que vive con una pareja de samoyedos blancos. Lo que pasa es que no me acostumbro a las conversaciones sobre cuál es la mejor ginebra del mundo; me refiero a aguantar a alguien que parece que ha encontrado en la madurez la excusa perfecta para ser pesado: una ginebra rumana que llevan haciendo unos monjes hace más de cuatrocientos años, ¿tengo cara de que me interese todo eso? También me gustan los cuartetos de cuerda y las Variaciones Goldberg, que escucho con los ojos muy abiertos y una sensación de temporalidad que me ayuda a ser feliz, a necesitar realmente ser feliz, como un pájaro que se agarra al palo de su jaula y duerme. Debe ser que me hago mayor. Pero huyo de las ceremonias como huyo de los fuegos artificiales o de los cumpleaños, de las bodas, de las reuniones familiares de más de seis u ocho personas, de las retransmisiones deportivas en las que por sonar el himno de mi país parece que deba poner una expresión heroica. Casi todas esas cosas me dan risa o cansancio o una mezcla de ambas que no sabría calificar. Con un te en la mano me siento tranquilo. Me gusta tomarlo en una taza de cristal grueso y ver el color del líquido mientras las hierbas van tiñendo el agua. La primera emulsión es violenta, una nube rojiza lo invade todo y después llega la calma: la hegemonía ha vencido. No me gusta tomarlo con azúcar, prefiero el sabor amargo, quizá lo vea más verosímil con el resto de las cosas que pasan en la vida. Escribir con una taza de te cerca es como navegar en una barca inestable cerca de un faro, pero no creo que haya que dar más detalles ni glorificar este hecho: escribir con un vaso de agua o incluso sin él es una experiencia recomendable: escribir desnudo, escribir de noche, escribir con un sombrero ridículo o con dolor de garganta. Todo vale.
A veces pienso que defenderse de las manías es el mejor truco para no envejecer. No quiero una mesa con artilugios raros. No quiero colecciones de piedras ni una pluma que perteneció a no sé qué escritor. Son muletas. Rancia ortopedia que nos pone a los pies de los caballos del tiempo. Envejecer es colocarse delante de una chimenea esperando que la realidad nos suelte algún milagro de saldo. Por eso no quiero ser un entendido de nada. No quiero ser un erudito que sueña que fuma en pipa recorriendo el mundo dentro de una pompa de jabón. No quiero construir a mi alrededor un púlpito de arenas movedizas que me vaya tragando hasta desaparecer.
La caja de te la compré en un supermercado. No recuerdo en cuál. No recuerdo la marca. Sólo son bolsas de papel con hojas secas trituradas. La existencia viene también en unas bolsas parecidas. No hay marcas ni instrucciones ni más palabras que las que nosotros escribimos encima pero que al contacto con el agua se van borrando hasta desaparecer.

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