20/6/10

Los héroes griegos no ponían la lavadora ni tenían que escuchar el ruido de centrifugar, interminable, como un espectro furioso que de pronto irrumpe en los dominios de la casa. Héctor no planchaba, ¿lo haría su mujer? ¿tendrían una esclava tracia que alisase sus túnicas a la hora de la siesta? Tampoco me imagino a Proust quitando las bolitas de los jerseys con esos aparatos que anuncian en los canales teletienda ni retirando las odiosas placas de hielo del congelador, esas que se forman en las paredes y en la base y que impiden que se abran los cajones cuando tus hijas te piden un helado. ¿Estaría Mann preocupado por las humedades de su vivienda? ¿Compraría Chesterton esos ridículos ambientadores para que su living no oliera a tabaco?
La mitología es necesaria porque la realidad no da mucho juego. No llega a auparse a lo alto de la tapia para que nuestros ojos sean testigos de lo extraordinario. La mitología (y no me refiero sólo a la clásica) hace las veces de albacea de la belleza. Creo que por eso escribimos o pintamos o delante de un piano intentamos pensar que somos un compositor alemán de hace siglos que se perdió en el tiempo y acabó preso en nuestras ropas. El dedo índice se posa en la tecla negra del do sostenido. El sonido reverbera y la nota se extiende en el horizonte, se tumba boca arriba y cierra los ojos muy despacio. Pero la realidad es la que ampara todo lo que nos rodea. Sin ella no habría nada. Por eso me emocionan los cepillos de dientes, las manivelas de las persianas, los mandos a distancia, los cupones del supermercado que luego canjeas por un balón falso del mundial, las botellas vacías que algunos llevan hasta los contenedores de reciclaje y cómo las introducen una a una por el agujero poniendo cara de superación: tengo cuerpo y apariencia humanas pero sé que dentro de mí vive un dios que me obliga a ser un ciudadano sostenible. También me gusta la solidez de algunos objetos de decoración y las casetas abandonadas de los pasos a nivel que dejaron de funcionar, los carteles informativos en varios idiomas, las veletas, los pintalabios, la desidia de los obreros cuando acaban de comer, los ordenadores, los coches de bomberos, los puentes, las baldosas, las canciones antiguas, los combinados, los zapatos, las cornisas de los edificios, los conventos que un día estuvieron a las afueras de la ciudad pero que hoy conviven hipócritamente en los barrios metropolitanos. Rindo culto a todas estas cosas. Les hago canciones en la más estricta intimidad y no por ello me acabo de elevar. ¿Qué tenían Héctor o Paris que no tenga yo? Creo que mi ideal mitológico nunca se elevó un palmo del suelo.

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