21/6/10

El amanecer es engañoso. Se presta a malentendidos como pensar que todo es nuevo cada día por el simple hecho de que el planeta ha girado y vuelve a verse el sol. Cuánto se vincula la luz a la existencia. Incluso a las religiones: siempre la metáfora de la luz, presente en las páginas y sermones de cualquier fe. La costumbre le ha enseñado al ser humano que la noche es un tránsito, un tiempo muerto en el que todo se recarga, como los cruceros que navegan de noche para que al amanecer los turistas puedan visitar Santorini. Quizá el secreto consista en vivir con esa candidez: despertar, colgarse la cámara al cuello y seguir al rebaño.
Nunca he sido de los que madrugan para ver amanecer. Siempre que lo he visto ha sido por motivos de trabajo o porque me sorprendieran esas horas saliendo de un bar. Cuando pasaba eso reconozco que me invadía esa sensación de renacimiento, ese estúpido optimismo que parece arrancar las páginas emborronadas y dejarnos frente a un espacio en blanco destinado a nuevos intentos de llegar a ser eso que queremos. Es naif. Pero quizá sea necesario. Quizá de lo contrario la vida se convirtiera en una pesadilla. Quién sabe. Esta pasada noche (o mejor debería decir hace unas pocas horas) asistí por casualidad a la salida del sol. No lo busqué. En todo caso fue mi vejiga la culpable. Me asomé a la ventana y sentí frío. Allí estaba la página nueva, el folio dispuesto a las nuevas palabras de todos, a esa sensación de creerse un monarca que debe inaugurar algo, aunque sea parecido a quitar el precinto de plástico del vater cuando llegas a la habitación de un hotel. Fue una alegría infantil (¿las hay de otro tipo?) pero me contagió por dentro dejándome un poso tranquilo. Estaba amaneciendo. La casa era un barco fondeado frente a Santorini. Hubiera agradecido que de la cocina del barco llegase el olor del café, un hilo conocido que me volviera a conectar con la vida. Sí, es eso. Los amaneceres nos vinculan a la rueda dentada del tiempo. Puede que nos guste o no pero así funciona.
Después de que mi vejiga recuperase la calma volví a la cama. Había visto el prodigio. Era un afortunado turista de mi propia vida que iba en pijama de verano. Un personaje de novela que intenta convencer al guardián del palacio del sueño para que le deje entrar de nuevo. Al principio me miró con mala cara. Quizá no se acordaba de mí, pero conseguí colarme entre la fila de gente que deseaba volver a sus reinos imaginarios.

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