19/6/10

Ayer escuché grillos por la noche. Sé que es estúpido basar tu alegría en hechos tan anecdóticos. Sólo son insectos que hacen ruido. Nunca he visto uno de cerca. Quizá me diera asco, una repugnancia que no escondería bajo ningún romanticismo. Pero estaban allí y los escuché. Serían los primeros del verano, de este verano pervertido que se asoma tímido por la verja de mi urbanización. Y no pude remediar que mi cabeza, esclava de tantas cosas, se tomara un tiempo en revolver sus papeles para encontrar otras noches de verano pertenecientes a la nada: ese espacio al que para abreviar llamamos pasado. Encontró un papel en el que había una fotografía mía en la que estaba bajo una gigantesca campana de cristal. Estaba de pie y mi rostro no daba señales de alarma. Con las manos atrás y esperando que el prodigio de la cámara hiciese su trabajo de clik y ya está, ya te tengo para siempre. También encontró (o encontramos, porque el trabajo siempre se hace a medias o uno es el que escarba mientras el otro fuma y vigila estúpidamente, ya que no hay nadie más) otros documentos, algunos deteriorados como es natural, recortes que hubiese jurado que un camión hubiese atropellado con parsimonia, un camión o algún vehículo lento y pesado, de los que usa el tiempo para desplazarse a su antojo. Bien, había más cosas pero carece de importancia. Lo importante es que los grillos estaban ahí, insectos voladores de 2010, de vida opaca e incierta, de existencia tan corta como la figura del verano cuando caiga desplomado a un vertedero y ya nadie se acuerde de él. Creo que los grillos querían fabricar una cadena para hacerme viajar en dirección contraria a las agujas del reloj. Pero era tan predecible la escena que me negué con un cambio brusco de postura en la cama. Tenía frío. Serían las dos o las tres de la madrugada. Encima de mis piernas había una sábana y una colcha. Las subí y me ovillé con la esperanza de no participar en las olimpiadas de la nostalgia barata. Es bueno darse cuenta a tiempo. La tentación es grande y las trampas dulces, pero una vez dentro no hay mucho que contar. Hace poco leí que el espacio verdaderamente interesante es el que hay entre la literatura y el lector, no el que hay entre el autor y lo escrito: ese agobia, mortifica, embalsama la buena intención de que el espesor de las palabras fructifique y salgan disparadas hacia delante para que los lectores puedan aprovechar su corriente. Creo que no me explico muy bien. Los grillos hacen mejor su trabajo que yo, friccionan sus alas y suena una música que siempre le pertenecerá al verano. En cambio yo toco con un serrucho y un violín asustado de la cercanía de la hoja dentada. Una sierra partiendo un instrumento de cuerda sería la versión onírica del canto de las noches de verano. ¿Quién lo tocaría? ¿Qué genio sabría sacar el alma a todo eso?
A la tercera o cuarta vuelta en la cama me dormí. Fuera se quedaron los simulacros del estío, quizá dispuestos a tentar a otro.

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