22/6/10

Acabo de leer Tiempo de vida, de Marcos Giralt. Las tres últimas páginas se las leo en voz alta a Núria, en el salón, de noche, cuando las niñas hace rato que están en la cama y posiblemente duerman en esas posturas que tanto me gusta espiar desde el umbral de la puerta. Leer a Marcos es como leer a un amigo del colegio o leerme a mí mismo en una versión que no conocía pero que me resulta desconcertante por lo familiar. Las tres últimas páginas quizá sean las más dramáticas, en las que el hijo hace balance final de la muerte de su padre. Suenan a cuentas saldadas y a un tiempo nuevo que comienza en el que habrá que afinar instrumentos que nadie ha tocado y convencerse realmente de que la vida continúa.
El primer libro que leí de Giralt fue París. Ese ya me gustó. Se le veía grande y con una escritura envidiable por lo sencillo y minucioso. Me recordó a Henry James, pero a un Henry James que vivía en mi barrio y con el que seguramente coincidí en un bar alguna noche. Con su última novela (¿se podría llamar así a lo que nos ofrece?) ha demostrado que escribir es un proceso, la escalada a una montaña imaginaria que nunca se acaba; no hay un ya he llegado, lo conseguí, qué bueno soy. Todo es incierto, todo voladizo. Me sorprende la lucidez de su relato, cómo va contando la progresiva muerte del padre y a partir de ella aprovecha para mirar atrás sin que la nostalgia lo empape todo. Para escribir algo así hay que ir todo el rato con las riendas bien sujetas, no cabe cometer el error de tumbarse y extasiarse con el tacto de las heridas del pasado: hay que avanzar y demostrar que el movimiento de la vida es la primera regla literaria. Pero ¿es posible?,¿no pertenece ese trabajo a seres de los que ya no tenemos constancia salvo por leyendas en las que nadie se sorprendía de la presencia de un centauro?, ¿seres que no comparten nuestras bajezas y limitaciones?
Cuando leía para Núria vi que se le escapaban las lágrimas. Estaba sentada en el sofá rojo, con las piernas dobladas como hacen muchas mujeres, pero en ese momento sólo había una niña llorando en el salón de su casa mientras un hombre contaba la muerte de otro hombre. Agradecí lo contenido del duelo, que también se corresponde simétricamente con la mesura en la alegría. Tuve envidia y a la vez sentí un agradecimiento muy sincero por haberlo leído, por la adorable conmoción de mi mujer y porque sigan existiendo escritores capaces de todo eso.

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