4/5/10

Mi hija pequeña sólo me quiere por las noches. Hace ya una temporada que al levantarse rehuye mi presencia cuando me la cruzo por el pasillo y le digo buenos días, Mireia. Se pone las manos delante de la cara y dice déjame, déjame. Su actitud me causa risa, una risa que no puedo esconder y que a ella parece enfadarla más. Últimamente, cuando quiero darle un beso por la mañana me dice que en el trabajo me lo da. Ella cree que trabajo en la estación de tren de Aravaca, que es donde mi mujer me deja antes de llevar a las niñas al colegio. Me gusta pensar que trabajo allí, que soy el jefe de estación que con gorra roja y un silbato ordeno partir a los trenes de cercanías llenos de ejecutivos ensimismados con sus blackberrys. Cuando estoy sentado en el tren (lástima que la realidad me imponga otros trabajos más anodinos) repaso mentalmente las causas del rechazo a media jornada de mi hija. Porque cuando vuelvo a casa por la noche es la primera en lanzarse a mis brazos para que la coja antes que a su hermana; en ese momento puedo darle todos los besos atrasados que no hubo al despertar y no puedo resistirme (con su cara a pocos centímetros de la mía) a preguntarle si me quiere: la respuesta siempre es sí. Durante la cena la observo con mucha atención. Me gusta ver cómo mira sus dibujos de Bob Esponja, que a mí han acabado por gustarme, mientras se lleva con desgana la comida a la boca. El placer de comer llega con la vida adulta. A veces me avergüenza que encontremos tanto consuelo en unos simples alimentos, que el placer que la vida nos niega por otra banda se lo exijamos a la comida. Envidio la satisfacción que encuentra mi hija pequeña en un personaje amarillo en forma de esponja de baño y en la negación del resto. ¿Quizá el amor para ella sea otra obligación como la de alimentarse tres veces al día? Quizá sea la educación. La necesidad de sellar nuestros encuentros con lugares comunes: buenos días, felices vacaciones, te llamo el viernes que viene. Tal vez deberíamos pensar la vida con la transparencia de un niño de tres años: ahora te beso, ahora tengo cosas mejores que hacer. Reconozco que me intriga el amor a tiempo parcial. Todavía no me había atrevido a comentarlo con nadie y creo que me da un poco de pudor hablarlo aquí, me hace sentir como esas madres judías de las novelas de Philip Roth, aunque al tiempo que lo cuento voy experimentando un extraño alivio, una transferencia mágica con el interlocutor paciente que imagino detrás de esto.
Nunca acabaré de acostumbrarme a la normalidad. Porque no existe y porque no es normal. La genética es un campo de minas cubierto de margaritas. Una emboscada que en cada caso se desarrolla para definirnos ante los demás. Mi deber es aceptar la naturaleza de mi hija, no dar importancia a este juego del escondite al que juega con su corazón y conmigo. Nunca podré estar dentro de su cabeza cuando se levanta por la mañana y me ve acercarme a ella cargado con mis mejores intenciones. Habrá que tomarse la intermitencia como un estímulo para conocernos y respetarnos. Nunca la obligaría -ni a ella ni a nadie- a un amor a tiempo completo. Prefiero seguir jugando sin mirar el reloj.

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