13/4/10

Me gusta esa cultura feliz que habla de marzos ventosos y abriles lluviosos. Creencias que categorizan la experiencia humana en forma de ripio para que las generaciones que vengan sepan a qué atenerse. Mayos floridos y hermosos, ¿qué Góngora anónimo sería el padre? A veces resuenan en mi cabeza frases así: dichos, refranes, sentencias que ya no sé si fueron inventadas en mi casa o provienen de una noche antigua alrededor de un fuego. En ocasiones sería bueno que la vida se redujese a esa adorable simplicidad, que hubiera rimas para comprender por qué nos sentimos solos, por qué existe la nostalgia o cómo funcionan exactamente el tiempo y la memoria cuando se toman del brazo y salen a pasear como un matrimonio de hace cien años.
Ayer, al volver del trabajo pensaba de dónde saldría mayo o quién lo sacaría con esa hermosura y esas flores de las que habla la tradición. Imaginé una caja negra de enormes dimensiones, en su cara frontal había un agujero de cerca de un metro de diámetro, de esa oquedad surgía una luz muy débil que invitaba a acercarse. Así lo hice. Mis pasos fueron muy tímidos al principio. A medida que me aproximaba comencé a escuchar el canto reverberado de unas golondrinas. Mayo. Cuando estuve junto a la boca pude asomarme al interior. Mi cabeza ya sabía segundos antes qué habría allí dentro. Hay asuntos que funcionan como una premonición. Quizá el hecho de imaginar la caja desde el principio no fue más que un pretexto para saltar en el tiempo y colarme en una mañana de mayo de 1973. Ya con el cuerpo completamente dentro pude caminar por la acera de la calle Caracas, en el barrio madrileño de Chamberí. Hacía calor aunque fuese tan temprano. El graznido de las golondrinas por la mañana (¿se llama graznido, chillido, canto?) alrededor del convento. A veinte metros por delante de mí caminaba un niño vestido de comunión. Llevaba una americana azul tipo blasier y unos pantalones color crema. Iba camino de una purificación no pedida pero sí obligada. El niño miraba a lo alto, al cielo, quizá intentando retener el milagroso vuelo circular de aquellas aves que tanto le gustaban. Yo era el hombre que caminaba a su espalda. El hombre que se metió en la gran caja negra de la que salen los meses floridos y hermosos. Cuando el niño dobló la esquina me detuve, ¿tenía realmente derecho a estar allí? Eso era el pasado, que aunque un día fuera mío había dejado de pertenecerme. Volví a mirar al cielo y di media vuelta en dirección a la salida circular. No sé por qué pero comencé a silbar. En mi cabeza se ordenaron alfabéticamente todas las creencias populares rimadas que conocía. Con esa felicidad tan básica volví a saltar a esta parte del mundo en la que vivo. Sólo espero que mayo nazca de golpe, como salen los potros de la vagina de las yeguas.

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