24/4/10

Lápices afilados y el ruido de un minutero que avanza. Al otro lado de la casa suena la televisión que he encendido pero no veo. Cuando estoy solo en casa lo suelo hacer, dejarla puesta para que el silencio no me trinche con su cuchillo. Un televisor encendido es como una hoguera, un fuego estúpido que no puedes dejar de mirar. El otro día saqué punta a todos los lápices. Me gusta verlos en el bote de madera, alineados, preparados para una batalla que nunca vendrá. El partido que estaba viendo va cero a cero. Respiro hondo y deseo el mismo marcador para mi futuro a corto plazo. No quiero goles sorpresa ni gradas que se levanten en mi contra o me abucheen por una mala jugada. El reloj, el silencio, los lápices, mi vida, mi tonta pretensión de encarrilarlo todo aquí, en este auditorio vacío. Mis hijas estarán llegando. Nuria con su cara concentrada de conducir y sus manos en la parte alta del volante. Las niñas detrás: Mireia medio dormida, Alba todavía recordando lo mejor del cumpleaños en el que ha estado: los zapatos de tacón que le dejó su tía, los adornos en el pelo, las miradas de sus amigas en medio de un simulacro social de edad adulta que ha durado tres horas. Cuando eres pequeño y vuelves de un cumpleaños traes el rostro encendido y las manos sucias; luego todo se recuerda en la bañera mientras el agua caliente te prepara para dormir. Me da envidia lo que sienta Alba en ese momento. Envidia de sus pequeñas consideraciones ajenas a la gravedad. ¿Por qué nos hacemos serios? ¿Por qué no le permitimos al agua que nos acune los nervios y nos desconecte esos cables que siempre nos matan en las tormentas? ¿Por qué tenemos que confiarle a un electrodoméstico nuestra seguridad frente al silencio? Soy yo y estoy en esta casa. Habito un espacio determinado en el que hay un reloj que hace ruido y unos lápices que casi nunca uso. Ya casi son las nueve aunque ese dato carezca de valor: dos manecillas que formarán un ángulo de noventa grados.
He empezado a leer Dublinesca, de Vila-Matas y ya siento nostalgia de cuando termine de leerla. Escribir es más cruel que leer. El que escribe cierra el grifo cuando quiere, los demás se quedan con el vaso en la mano esperando más. No quiero que acabe nada, no quiero que mis lápices pierdan su punta afilada ni quiero que la novela de Vila-Matas termine nunca. Lo que quiero y lo que no quiero, ¿qué más dará?

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