23/4/10

La primera vez que estuve en Londres, eso es lo que esta mañana recordaba. ¿Por qué ahora parece importar y por qué ahora parece que el tiempo haya dado pasitos a izquierda y derecha para despistarme? ¿Qué fin persigue con ese atolondramiento que le contagia a mi memoria, la pobre, la desamparada que tiene que conformarse con asomarse a su balcón y fumar despacio mientras todo se mueve? Fue en 1989. Quizá en 1988. Fui con un amigo de aquella época que se llamaba Alejandro. Compartimos una pequeña habitación en un hotel de Kensington que daba a un jardín trasero en el que siempre había un negro cortando tablas de madera con un gran serrucho. El paisaje de Londres es devastador si lo que buscas es cobijo o cierta condescendencia para tu alma. Lo gris no es una casualidad, es un estado moral que lo impregna todo: hasta el pensamiento de Virginia Woolf, que permanece oculto en casi todo lo que te rodea. Por las mañanas caminábamos hasta que el dolor de pies nos hacía parar. Recorrer una ciudad sin mapa es la única aventura posible. Cuando ya no podíamos más nos metíamos en el Metro y recorríamos los intestinos sagrados de la ciudad con la indolencia de dos niños. ¿Dónde estábamos? ¿A dónde íbamos? Siempre había un pub al que entrar en una calle desconocida. Siempre había una luz artificial bajo la que recomponernos y compartir aquellas extensiones de silencio que tanto me gustaban. Por la noche, casi muertos, nos tumbábamos en nuestras camas y leíamos o comíamos fruta o cerrábamos los ojos intentando ordenar todo lo que había pasado durante el día. En ese momento volvían a aparecer las ardillas de Hyde Park recorriendo nerviosas el tapete verde. Surgían las bolsas de basura en el callejón de un museo. Me volvía a imaginar detrás del visor de mi cámara en el momento de enfocarlas. Aquella foto estuvo colgada en los pasillos de varias casas en las que viví más tarde. Cada día, al pasar, la luz de aquella foto me llevada allí otra vez. Tenía otra foto del negro de las maderas pero ya no la encuentro; se la quedó el cabrón del tiempo en uno de los bolsillos de su chaqueta.
Algunas noches anochece en Kensington y vuelvo a bajar a una tienda a comprar fruta y leche y después camino despacio hasta el hotel bajo la gloriosa e imperial iluminación eléctrica de mi tristeza.

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