15/4/10

Hay mucha gente a la que he olvidado. No lo digo con orgullo ni con esa tristeza tranquila y complaciente que se experimenta una tarde de invierno mientras miras un paisaje nevado por la ventana. Simplemente los he olvidado como se olvida un libro que has leído y que de pronto cae a un pozo negro sin que lo puedas remediar. ¿Cuántas personas caben dentro de mí? Me lo pregunto una mañana cualquiera, bajo tierra, yendo a trabajar. ¿Cuántas personas caben dentro de una sola persona? Resulta evidente que nuestra zona dedicada a la carga y transporte ajenos es limitada. Ese espacio se parece al maletero de un coche, no tiene más pretensiones; por no tener muchas veces no tiene ni luz para que al abrirlo podamos repasar siquiera mentalmente las otras almas que viajan con la nuestra y saber de primera mano en qué disposición y estado lo hacen. Las novelas olvidadas acaban en una estantería. Comparten su exilio con otras tantas. Quizá su lomo sea lo único expuesto a la posible vista de algún curioso que un día lea su título y sienta curiosidad por lo que allí se cuenta. ¿Dónde tenemos las personas nuestro título? Quizá ese libro permanezca oculto por un marco o por aquel regalo que nos trajo alguien de una ciudad como Praga. Pensar en la gente que has olvidado provoca desconcierto. Pude ser más considerado, nos decimos; pude dar una oportunidad, no ser tan hosco ni tan reservado ni tan altivo con él o ella. Desconcierta calibrar la posibilidad de la injusticia aunque ya poco se pueda hacer y el tiempo se haya llevado las oportunidades de enmienda.
Los olvidados permanecen en una utopía. No es un limbo ni ninguna patria amable en la que esperar algún milagro: es una utopía que se ejercita a diario y de la que no se regresa nunca. Yo también soy un olvidado para muchos, por eso sé de lo que hablo, por eso conozco los muros que dan cobijo a esa casa imaginaria. En mi condición de olvidado sé cómo funcionan los protocolos. En mi lomo figura mi nombre y un título al azar dado por esa persona que me olvidó. Me llamo 1997. Me llamo La habitación naranja. Me llamo Octubre.
Los días de lluvia es más frecuente caer en estos pensamientos. El olvido activo y pasivo parecen tomar consistencia con la falta de luz. ¿Por qué te olvidé? ¿Por qué dejó de sonar tu música que tanto apreciaba al despertar y que me llevaba de la mano por todos aquellos bosques inventados? El silencio es el sonido más reticiente y también la banda sonora oficial del olvido: horas de nada, silbidos muertos que se adhieren a la piel y que luego se dejan caer al suelo como actrices de teatro.

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