16/4/10

Asocio a Pessoa con un vecino de casa de mis padres, de cuando era pequeño. Lo hago ahora, porque antes, a esa edad, no sabía quién era Pessoa ni sospechaba que un poeta portugués supusiera algo especial en mi vida. El vecino se llamaba Ángel Romera. Cuando yo tenía seis o siete años él tendría ya más de setenta. Ahora los dos están muertos: el poeta y él. Ángel tenía el pelo blanco y era muy alto. Tenía uno de esos rostros que se veían mucho antes, como de patricio romano que ha tomado mucha sopa. Su mujer se llamaba Isabel y hacía un bizcocho que mi madre, a pesar de los años y los intentos, no ha podido superar. No se trataba de la cantidad de fruta escarchada que le pusiera o que la ralladura del limón fuese más o menos pulverizada por la trituradora, creo que es una de esas trampas para osos que nos pone Dios de vez en cuando para que creamos en él. El bizcocho entraba en la boca y te daban ganas de cantar, era eso. La casa de los Romera tenía un pasillo muy largo con dos o tres ventanas por las que el sol trazaba diagonales que a mí me gustaba seguir con la mano cuando entraba. El señor Romera vivía casi permanentemente en un sillón de orejas en el que mojaba la yema de su índice para pasar las páginas del Abc y en el que veía películas de vaqueros que le ayudaban a dormir durante el día.
La primera novela que escribí (de la que aún tengo el recuerdo de la velocidad con la que avanzaba todo y ese embotamiento emocional que sentí cuando se estaba acabando) tomó prestada su casa para contar la muerte de mi abuelo; mejor dicho, los momentos siguientes a su muerte en los que mi abuelo entró a la casa vacía de los Romera y fue hasta el cuarto de baño y allí se miró largamente en el espejo. Como yo lo imaginaba fue en ese momento cuando mi abuelo se tocó los labios cosidos y tomó conciencia de su propio fallecimiento de una forma natural. ¿Qué tiene que ver Pessoa con todo esto? En ese capítulo intenté una narración paralela de la muerte de mi abuelo en Madrid y la de Pessoa en Lisboa. Dos cuartos de baño, dos espejos, dos sábados apacibles por la mañana con sus ruidos domésticos y su absoluta falta de trascendencia. Tiré del hilo de unos versos que siempre he admirado. Pessoa, o uno de sus variados heterónimos, escribió que a la muerte hay que entrar como en la propia casa. De aquellas palabras intenté llegar a la visualización de una muerte sencilla, humilde y feliz. ¿Pero por qué hice que mi abuelo entrara en la casa de unos vecinos ya muertos para morir? ¿Pensaría que aquella casa era la puerta de entrada (o la de salida) para otra realidad?
Siempre he pensado que un escritor sólo escribe una novela en su vida. Las demás son repeticiones, ampliaciones o correcciones de la misma. Con la mía siento lo mismo. Pasaría el resto de mi vida reescribiéndola porque ahora, dos años después, siento sus inconsistencias y sus lagunas, sus silencios superficiales, lo mucho que apreté el trazo en algunos sitios y lo mal que caminé en otros. Siento que dentro de no mucho debería volver a pasar por allí para arreglar un poco el jardín y quitarle el polvo a los muebles que abandoné en medio de la acera por falta de experiencia.

1 comentario :

Jarttita. dijo...

Me gusta cómo escribes. Volveré por aquí.