10/3/10


Los ejércitos de la primavera han tomado mi casa. El otro día los vi en formación, en una esquina, junto a la entrada del garaje. Imitaban el cuadro de las lanzas y le pedían amablemente al invierno las llaves de la ciudad. Detrás no había humo ni restos de la batalla. Tampoco había generales que se mostraran generosos en la victoria y que con una mano en el hombro del vencido impidiesen que éste se arrodillase humillándose. La primavera sabe que sólo con llegar gana. Dentro de poco cada soldado será parte de la tierra; elegirá una parte de la urbanización para descansar y echar raíces. El cambio de las estaciones implica ciertas cortesías. El invierno hizo lo que tenía que hacer. Ningún libro hablará mal de él. Se va con su gloria intacta, con sus nubes serigrafiadas en el cielo, con su ética de calendario de pared y esa sensación de que todo lo que toca se muere. Pero no es él el culpable. Tampoco la primavera trae el corazón blanco. Entra matando. La vida empuja y otra vida muere: es la ley. ¿Pero qué harán estas plantas hasta que el jardinero decida su lugar? Quizá marzo tenga planes devastadores, furiosas venganzas finales planeadas entre dientes y que sólo unos pocos saben. Marzo tiene perros blancos que nunca duermen. De vez en cuando los veo merodeando por ahí. Cuando paso agachan la cabeza. Son chacales, más que perros. ¿Soy yo el único que se da cuenta de estas cosas? Mis vecinos entran y salen con sus abrigos y sus preocupaciones dobladas colgando del brazo. Se peinan. Hacen gimnasia. Celebran cumpleaños. Cuando su equipo mete un gol se levantan de la butaca y suben los brazos al cielo. Muchas noches les oigo por el patio cuando salgo a fumar al tendedero. Acábate la sopa, dicen. Mañana voy a Sevilla, dice otro, y otra voz asiente con un sonido leve que sale de una garganta que sueña que no está allí. ¿Se habrán dado cuenta de que a la entrada del garaje hay un ejército callado, esperando órdenes? Ayer por la tarde les hice una foto. les dije, quietos un momento, miradme. Sus lanzas se irguieron. Muchos miraron a cámara. Otros, no. Los había jóvenes y asustados. Era su primera guerra y lo sabían. También los había viejos y de manos nudosas, con el cristalino de los ojos barnizado ya por el horror. El invierno todavía reina en la ciudad. Sus risas estremecen de noche cuando los perros blancos corren con la boca abierta y esa sed de sangre tan difícil de domesticar.
Quizá mañana no estén allí. Puede que el destino los disuelva como hace con todo lo fugaz que nos rodea. La primavera, mientras, abrillanta sus trompetas para el gran día.

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