20/3/10

La felicidad es una noche exacta. Lo malo es que se ha estandarizado (como todo) y resulta difícil encontrar la hebra de la que tirar para encontrarla. No hablo de habitaciones con chimenea en un castillo francés y copas de vino en el suelo. Resultaría demasiado evidente. Puede que hasta ofensivo como en mi caso. Muchas veces envidio a ciertos amigos, ya muertos, de mi padre. Admiro la capacidad austera de su felicidad una simple tarde de sábado en un bar de estilo inglés, sentados junto a otros amigos, quizá todos de la misma generación, educados en la rectitud de la posguerra, con sus cazadoras de ante, sus canas en las sienes, esperando el partido con un vaso corto de whisky en la mano y sabiendo que lo habían hecho bien, que habían hecho lo que tenían que hacer respecto a sus vidas. Esa felicidad imaginada huele ahora mismo a cuero y madera, a palabras lentas y a sentimientos posados como una mariposa muerta en un charco. Después viene el tiempo, claro, y vacía las mesas, apaga los televisores y desgasta el cuero. Lo hace para dejar paso a otros clientes, a las nuevas promesas del tiempo que tendrán que desarrollar el guión de sus placeres sobre la marcha. Pero yo no me siento preparado. Admirándola, no tengo su predisposición tranquila, su facilidad para montar ese caballo en marcha. Sin embargo la felicidad sigue siendo una noche exacta. Que cada uno rellene su formulario. Que coloque como convenga sus fotografías y los sonidos precisos. El cerebro se encargará del resto. Él y la memoria, ese matrimonio que comparte baño y armario. Cada hombre trata de reproducir las mejores actitudes de su padre, esas pistas precisas que le pueden llevar por el laberinto con destreza. Pero no funciona así. La emulación es torpe. Los movimientos, toscos. Cada felicidad es intransferible y con un sistema de cables imposible de descifrar. ¿Por eso recurrimos al castillo francés y la piel de vaca frente al fuego? Pienso en mi padre y veo imágenes muy claras de instantes de felicidad. Me veo saliendo de una ferretería del barrio de Moncloa en una tarde fría y yo mirando la luna entre las ramas de un árbol. Supongo que todo estaba preparado y que lo de comprar bombillas fue una excusa para que yo viera eso allí arriba. Una noche exacta, de eso hablo. La mano de tu padre envolviendo la tuya como si fuera un regalo. Vuestros pasos secos por una acera que ya no existe. Los filamentos de una bombilla vibrando en el bolsillo de un abrigo, sabiendo que su corta vida estaba a punto de empezar.

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