26/3/10

Hoy me he despertado con una tristeza luminosa. Se distingue de las otras por las ramificaciones o racimos de luz que proyecta en el aire o por esos asteroides evanescentes de cuando cierras los ojos muy fuerte y todo se convierte en un bosque marrón invadido por los destellos. Cuando uno siente tristeza luminosa no debe preocuparse. Se puede salir a la calle y hacer una vida normal que incluya pararse a tomar café donde siempre o los paseos vespertinos con manos en bolsillos que tanto estimulan la aparición de ese polvo de oro que se amontona en el sótano de la mirada. Esta tristeza le cede su luz a los parques vacíos en los que el hierro y la madera esperan la llegada de las manos pequeñas y el vuelo de la arena en remolinos. También las pequeñas furgonetas que llevan el pan a las panaderías se benefician de la explosión luminosa. Las barras, dispuestas en formación en las canastas, engullen su luz y la incorporan a sus celdas de trigo hinchado para después entregarla en ofrenda sobre un altar con mantel a cuadros.
Claro que hay diferentes tristezas y diferentes voltajes, pero todas tienen un hilo común que las hacen reconocibles allí donde se manifiestan. Uno puede estar en la cola de una hamburguesería con un cupón de descuento en la mano y la sensación de que nunca acabará de entender el funcionamiento de las cosas que le rodean y sentir exactamente allí el hachazo de luz que corta la carne y te desgaja. Podrías ser una de esas hamburguesas del panel luminoso y que al comerte otra persona se contagiara de tu luz por dentro. Este es el precio que pagamos por seguir vivos, por sostenernos con asombro sobre dos pies, por articular palabras, accionar botones o disponer de un órgano que habilita la memoria. Hoy me he despertado feliz y cansado como cuando eres pequeño y se termina tu helado. Quizá haya soñado con sábanas que se agitan en una cuerda de tender. Quizá con hormigas. Quizá con un circo pintado de negro. Hoy sería un buen día para encargarse un retrato al óleo. Que un gran maestro flamenco viniera a mi casa e inmortalizara mi rostro respetando las islas de tristeza que encontrara. Que no idealizara nada, que se limitase a dar fe de lo que viera en mí. El cielo acompaña. Él también se ha levantado como yo, con una capota sucia que invariablemente quiere desplegar sobre el coche en el que viajamos.

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