11/3/10

El extremo del rollo de papel estaba curvado hacia dentro, no pendía recto del portarrollos como habitualmente cuando entraba en el baño por la mañana. Era un 9. Alguien quería decirle algo, un número, una señal emitida desde temprano que habría que descifrar. Sentado a la mesa de la cocina un líquido caliente bajó por su garganta, un saldo de felicidad tirándose por un tobogán. Su mano cogió un paquete de galletas en las que un dinosaurio dibujado sonreía. Lo próximo fueron las ruedas de un tren parándose. Una mole que bufaba al parar y después al reiniciar la marcha. Dentro se estaba bien. Había un hombre pequeño de piel oscura cantando con una guitarra. La mitad del vagón se encontraba en otro lugar. La mitad de la otra mitad leía libros de cubiertas duras. Jueves en una ciudad del suroeste de Europa. La imagen del 9 de papel seguía en su cabeza. ¿Sería una calificación? ¿Sería la nota que le había puesto un ser invisible en relación a una prueba superada? El cantante improvisado rasgueaba las cuerdas de su guitarra. Boleros por la mañana. Romanticismo continental. Abandona el vagón y sube unas escaleras. El aire es limpio. Los operarios retiran sus escaleras. Llevan los trapos con los que han limpiado el cielo en el bolsillo de atrás. Los trapos están negros. Silban. El cielo reluce. El hombre que vio un 9 en su baño al despertar cruza calles, espera luces verdes, camina manteniendo un ritmo estándar para pasar desapercibido. El hombre que vio un 9 se mete en un portal. La cabina de madera del ascensor baja de las alturas como un féretro majestuoso. Se introduce en él como en su propia muerte y asciende. El piso está frío y el pasillo parece más largo de lo habitual. Entra en su despacho y enciende el ordenador. Al hacerlo piensa en el significado de las cosas que pasan. Piensa en Georges Perèc y en un edificio de París. Piensa en un vecino que se despierta y entra en su baño y ve que el extremo del rollo de papel pende curvado hacia dentro formando un 9. Le asusta la simetría. La ambivalencia de las dos situaciones. Su corazón adquiere la forma de un tambor. Su cabeza saca unos palos y toca. El sonido se extiende por todo el piso. Es la música para un desfile de sombras que le persigue desde hace años. El hombre no sabe dónde esconderse para que las sombras no le encuentren y decide empezar a escribir. Al hacerlo se abre una puerta. El hombre, sin dejar de escribir, se levanta y la cruza.

2 comentarios :

crispy dijo...

QUién no ha visto ese 9 alguna vez?
9 que podría ser un 6 si sentado en el váter, te agachas a mirarlo.
6? 9? 69? 1969?
Tal vez ese nueve, esa mañana, te quiso decir algo bueno, Luis. Tal vez, te dio una pista que seguir. ¿Quién sabe?

crispy dijo...

Quién no entra en su propia muerte al menos 6 veces al día?
Si tienes una vida sosa y recta, lo habitual son 6 veces al día. Una al salir de casa; dos al entrar al trabajo; una tercera al salir para comer o estirar la piernas; una cuarta para volver a la faena; la que hace cinco cuando sales del curro y seis cuando llegas a casa.

6 veces, mínimo diario, palma un trabajador medio cuya vida se limita, por falta de recursos, de casa al curro y del curro a casa.
6 ratos muertos, de no ser por la imaginación que echan algunos para hablar de otra cosa que no sea el tiempo.
Por favor, un poquito de respeto para esos tiempos muertos.