19/3/10

De lo perdido, de lo irremediablemente perdido, sólo deseo recuperar la disponibilidad cotidiana de mi escritura, líneas capaces de cogerme del pelo y levantarme cuando mi cuerpo ya no quiera aguantar más. Esta frase de Bolaño me ha empujado hasta aquí, frente a mi diminuto altar de las confesiones, frente al crucifijo luminoso que conoce mis planes exactos de cada día. Llevaba una semana sin escribir. Me fui sin decir nada. Quizá pensando que nunca hay que despedirse cuando algo se acaba. No tiene sentido darse la vuelta y agitar la mano con la esperanza de que los otros devuelvan el gesto. Si escribo no lo hago convencido de ninguna utilidad. Sólo confío en la fisiología que me empuja. ¿Hay alguna secreción orgánica que sea consciente de su importancia? Durante este silencio no he sentido nada. Los días han pasado en hilera, cada uno con su miga de pan en la cabeza, porteadores de lo imposible que conocen su camino. Pero nada. ¿Será la escritura la que dé cuerda al mecanismo? Me niego a concederle esa ínsula, ¿qué deberé hacer cuando las palabras no quieran salir y se queden tumbadas meses enteros a la puerta de mi casa? Hoy es viernes y observo mi alacena atiborrada de alegrías en conserva. Se va acabando el invierno pero las provisiones permanecen, incluso darían para otra vuelta de noria. La casa permanece a la espera en medio de una calma desconcertante llamada siesta. Las palabras me han tirado del pelo y me han sentado aquí: piano de locos, casillero de laberintos en miniatura que cauterizan mis heridas. Ya sólo puedo vivir delante de las palabras. Son el ejército rebelde que he ido reclutando por las esquinas de mi vida. Ahora me miran apostadas en la ventana. Esperan órdenes y recompensas. ¿Qué tengo de valor que les pueda interesar? Mis tesoros se reducen a esto. De lo perdido, de todo lo irremediablemente perdido sólo quedan ellas y su disponibilidad. Son armas. Funcionan como balas de plata para matar al vampiro. Son licántropas que usan la noche para reclamarme en manada. Con ellas corro. Con ellas muestro mi fiereza, esa que me prohiben en los centros comerciales o a la salida de los colegios. Que me recuerden mi verdadera naturaleza es el precio que pago. Ellas engullen las monedas. Mastican el oro como en una vulgar profecía y después, al amanecer, se alejan y me vuelven a dejar en el centro geométrico de mi soledad, en ese punto en el que aterrizan los helicópteros de mi tristeza y cargan y descargan muertos sin parar. ¿Qué más queda? El invierno recoge sus cuatro cosas y las mete en una maleta gastada. Sus habitaciones quedan expuestas a la intemperie: las baldas vacías, papeles por el suelo y medio limón que se pudre en un cajón de la nevera. A grandes zancadas se aleja camino a otra ciudad del sur. Yo me quedo mirándolo junto a mis palabras.

1 comentario :

Maria Antonia dijo...

Dios! qué documento tan increíble. Generalmente digo cosas mejores, pero frente a este bellísimo acordeón de sentido sólo puedo decir que arrastra secretos de mí misma que no había alcanzado a revelar con tal potencia.