21/3/10

Confundo un rosal con un sauce. Cuando Proust empieza a describir árboles o asuntos botánicos me salto el párrafo. Sé que podría resultarle molesta la descortesía pero creo que en el fondo me lo perdona: mi sensibilidad se pone nerviosa en los invernaderos y acabaría destrozándolo todo. Sin embargo, ayer por la mañana me atrapó el olor de algo muy intenso que salía de un arbusto a la entrada de mi urbanización. Venía con Mireia. Con la mano derecha empujaba un carrito de muñecas en el que descansaba una barra de pan. La barra era más grande que la muñeca, aunque por el camino mi hija fue haciendo que los tamaños se equilibraran. El olor del que hablo era dulzón. Muy espeso. Había algo en él que fue directamente a mi sangre y luego ascendió a mi cabeza para ponerme en alerta. Supongo que la primavera funciona así: no suenan violines ni hay pájaros que, como en la coreografía de una vieja película de Disney, revoloteen a tu lado para darte la buena nueva. Aquel olor me recordó al del semen, pero no era semen humano, era el que sale de la tierra y va directamente a todo lo que crece y se renueva. La vida huele así. La vida no se anda con ceremonias. Somos nosotros los que las pedimos, los que invocamos a la magia comercial de las estaciones para que los cambios sucedan a nuestra manera. ¿Y si fuera todo más sencillo? ¿Y si la tierra soltase su semilla con un espasmo silencioso una vez al año para recordarnos algo? Le dije a Mireia: mira, acércate, ¿te gusta cómo huele ? Mireia tenía un trozo de pan en la mano y no me hizo mucho caso. Las mujeres no se sorprenden por estas cosas. Quizá su naturaleza incluya de fábrica los milagros, mientras que los hombres seguimos siendo esos monos que se juntan en círculo para ver llover. Cuando aspiré aquel olor tuve un estremecimiento, algo muscular que me atravesó la espalda. Era el galope de un caballo rojo, un animal que despedía llamas a su paso y que si pudiera hablar diría que el incendio cabalgaba con él. La primavera es un centauro del color de la sangre y se disfraza de planta con diminutas flores amarillas para asombrarnos. Me hubiera sentado en ese trozo de acera para meterme dentro de ese olor. Hubiese cerrado los ojos con fuerza. ¿Dónde, dónde estás?, hubiese pensado, ¿cómo puedo entrar?, ábreme la puerta y bajaré por esas escaleras blandas; sé que esa criatura provocaría el asco de muchos, pero necesito acariciarla.
Ahora siento nostalgia de no haberlo hecho. También me siento limitado por mi incapacidad para describir con mayor certeza ese olor. Marcel Proust se ríe de mí. Lleva un sombrero de paja y con un bastón de caña aparta las ortigas del camino. Proust se aleja moviendo la cabeza de izquierda a derecha. Seguro que piensa que soy un pobre infeliz que no sabe distinguir un rosal de un sauce. Pero ese olor sigue esperando una respuesta sentado en la sala de espera en penumbra que hay en uno de los pasillos de mi cabeza.

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