12/2/10

Siempre he tenido problemas con mis dientes. Desde pequeño mi boca ha sido problemática, rebelde y débil. Recuerdo la primera dentista, se llamaba Milagros y tenía una maravillosa consulta frente al edificio de Telefónica en la Gran Vía. Cuando iba con mi madre me gustaba que la tarima del piso rechinase dulcemente camino del patíbulo. Milagros tenía una asistenta gorda y vieja que siempre estaba haciendo croquetas. La parte del piso dedicada a la consulta se envenenaba del perfume de las croquetas en la sartén. Yo me sentaba en el sillón y abría la boca. Ya con los dientes de leche las intervenciones eran problemáticas y los ojos de Milagros se entornaban mucho cuando hacía fuerza con sus tenazas para arrancarme alguna pieza. Como soy tan tímido nunca lloraba. Aguantaba el dolor como un pequeño templario herido a las puertas de Jerusalén; muchas veces la gloria es así de discreta. ¿Qué más podía hacer? Con el paso del tiempo fui asumiendo que mi boca me daría problemas. Un día, leyendo a Martin Amis, me enteré que no era el único que sufría. Amis contaba que un día cogió un avión en Londres para ir a su dentista en Nueva York. Me llenó de emoción su descripción de las horas de vuelo acompañado de su dolor. No se fiaba de otro dentista. Decía que una boca es como un piano y que conviene que sólo la toque unas manos. Qué arranque de valentía volar tantas horas con el aguijón inhumano del dolor metido dentro de tu cabeza. También Nabokov fue un gran sufridor de dolores de muelas. Escribió gran parte de Lolita con dolores insoportables y recién llegado a Estados Unidos. Las experiencias de estos escritores (y casi amigos) me sirvieron para entender que la literatura es la única disciplina capaz de convertir el dolor en arte (si la palabra arte te parece muy grande te ofrezco otras como testimonio o sensaciones) Ahora, cuando me duele la boca o mirándome al espejo de aumento del baño sueño que tengo unos dientes perfectos, pienso en ellos; pienso en la capacidad de transformación que tiene la escritura. Sé que no descubro nada pero compartir una afección con alguien a quien admiras te hace sentir menos solo.
Muchas veces cierro los ojos y puedo ver el rostro de Milagros, sus facciones me recordaban a una artista de cine de alguna película que en casa no me dejaban ver a los siete años; su media melena ondulada y con matices de oro que brillaba bajo la lámpara de brazo que su mano acercaba y alejaba de mi boca. Era Grace Kelly con una bata blanca. El ruido de sus tacones sobre la tarima era más brillante y seco que el de mis zapatos de colegio. Cogería ahora mismo un avión a la ciudad del tiempo olvidado para volver a sentarme en el sillón de su consulta.

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