10/2/10

Me recuerdo borracho en Madeira. Me recuerdo borracho y con un amigo, Pablo. Desde que el avión aterrizó a duras penas en Funchal, en una pista que parecía un portaaviones de piedra y musgo, empezamos a beber. El hotel era antiguo. Supongo que en los años setenta sería otra cosa: camareros con pajarita llevando San Franciscos a mujeres misteriosas, música de Antonio Carlos Jobim para que las gaviotas planeasen sobre esa desidia tan lujosa que propone el verano. Pero en 1991 era un hotel abandonado a la suerte de pequeños grupos de jubilados ingleses que practicaban su muerte en las tumbonas de la piscina.
El primer día estuvimos todo el rato al sol. Las botellas de cerveza se iban vaciando. Había un gato blanco que lamía el cristal de vez en cuando y después desaparecía por una tapia cubierta de hiedra y enredaderas. A las ocho de la tarde teníamos la piel encendida. Después, por la noche, empezó la fiebre. Nos pasamos dos días en la habitación, cubiertos con toallas mojadas y llamando a recepción para que nos subieran zumo de naranja. El camarero llamaba a la puerta con su jarra de zumo y al entrar veía a dos tipos de veinte años tapados con toallas. Su mirada redactaba el titular de la noticia: dos homosexuales patosos se queman el primer día en Madeira. Yo le firmaba la nota y le dejaba que siguiese con su idea. Está bien. Las fantasías de cada uno son sagradas.
Después bajó la fiebre y la piel volvió a tener un color más visible. Por la noche salimos a desquitarnos. Necesitábamos mujeres y cerveza y olvidar que teníamos veinte años y habíamos estado cubiertos por toallas húmedas y mirando al techo. Entramos en un bar en el que sonaba una canción de Abba; en una pista de baile del tamaño de una tapa de alcantarilla bailaban un grupo de italianas borrachas. Entrarle a un grupo de mujeres borrachas es muy tentador, parece que todo va a ir sobre ruedas pero la realidad puede ser muy diferente. Después vino otro bar y luego otro. Eran las cinco de la mañana y me encontraba hablando con una inglesa algo mayor que yo. Caminamos por una carretera muy estrecha por la que no pasaban coches, sólo un viejo con una bicicleta que llevaba un remolque lleno de plátanos. ¿Adónde iría aquel hombre a las cinco de la mañana? La inglesa me decía que su hotel estaba cerca de allí pero no se veía ningún hotel, sólo el ciclista viejo alejándose como en un sueño. La chica se quitó los zapatos y empezó a cantar. Las cosas suceden porque suceden, pensé en ese momento. Al poco rato llegamos a un camino que bajaba hacia una playa. Estaba flanqueado de casas blancas con las ventanas pintadas de verde. En vez de farolas había cables con bombillas que serpenteaban entre una casa y otra, subían por los parterres, se enroscaban en los árboles hasta perderse muy cerca del mar. La chica me dijo que si bajábamos por aquel camino llegaríamos a Malta. Lo dijo muy seria, empujada por el alcohol que llevaba dentro, en ese arresto de lucidez que tienen todas las borracheras.
No recuerdo muy bien qué pasó luego. Me recuerdo bajando por un camino dirección a Malta junto a una mujer que llevaba sus zapatos en la mano.

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